La Visita Malvenida

Anuncio

Esta historia es verídica. Me pasó esta misma semana. La escribo ahora que todavía la tengo tan clara. Le he hecho algunos cambios, p.e. el nombre del visitante. [Perdonadme, todos los Stefan por usar vuestro nombre para este personaje, pero, por otra banda – a cualquier otr@ lectorª: si te encuentras algún día con uno que se llama Stefan, podrás estar segur@ que no es el tipazo de este relato. (No te fíes del todo de ningún otro...)] Tampoco he querido explicar mis experiencias pasadas con “Stefan” porque en aquella ocasión había otros testigos que así podrían identificar el del relato de ahora, y no quiero correr el riesgo de un pleito por libelo. Por la misma razón, no preciso de qué país procede, pero a mí me parece interesante confirmar que sí que es de un país del norte, porque la/el lectorª tenga claro que este babosa habría de conocer bien los conceptos siguientes, y apreciar su significado: el invierno, la nieve, alimentos para pasar el invierno, la leña.

Así, “Stefan”, si estás leyendo estas líneas, que sepas que he cubierto tus huellas bastante bien. Nadie te vio llegar a mi casa, nadie te vio salir. Nadie nos vio juntos en ningún momento. Así que si me lleves a juicio por difamación, serás que te estarás auto-identificando. [Y si este relato me hace famoso y un éxito como escritor (je je je), y quieres cobrar una parte de los derechos de autor – o proclamar que soy un éxito gracias a ti (como es tu estilo) – también te estarás auto-identificando.]

Quiero añadir que la conversación final entre nosotros, en el internet del pueblo, no fue tan extensa como la que presento en este relato. Es que yo estaba nervioso, no me recordé del todo lo que me había preparado a la cabeza para decirle. Y quizás he añadido algún detalle que se me ha ocurrido después. Pero la esencia sí que se la dije, que alguien me perdone...

 

***

El lunes pasé todo el día en el pueblo. Había salido de mi casa a las 7 y media para llegar al pueblo a las 9, la hora que abren el ayuntamiento, donde puedo coger la llave de la sala de ordenadores. [Para abreviar, decimos de esta sala simplemente: “el internet”.] Y es que las máquinas reaccionan tan despacio – y yo soy tan lento tecleando – que necesito todo el tiempo disponible para poder hacer cuatro cosas. No me valdría la pena andar los 8km montaña abajo hacía el pueblo y los 8 de vuelta (hacía arriba) para sólo dos horas y media en el internet. Ya que no tengo ni tele ni radio a casa, es mi conexión con el mundo exterior. Y a pesar de mi decisión de vivir a la montaña, “aislándome del mundo”, sí que me interesa lo que pasa “a fuera”, especialmente a la gente que estimo.

Bien, como muchas otras veces, este lunes tampoco había acabado lo que quería hacer cuando llegaron las 2 de mediodía y hacía falta devolver la llave al ayuntamiento. Suelo aprovechar las dos horas hasta que vuelvan a abrir el ayuntamiento con pasar por Correos, hacer una compra, hacer alguna llamada por teléfono, comer cuatro cosas crudas de la compra, y dar una vuelta.

Las tres horas de la “sesión de tarde” pasaron, llegaron las 7, y todavía faltaban correos electrónicos por escribir. Estaba rumiando la posibilidad, mientras volvía a casa, de volver a bajar dos días más tarde. De hecho, estos días que hace tanto frío y no puedo seguir con las obras casa, ¿qué pierdo con pasar otro día en el pueblo? ¿El placer de sentar casi todo el día delante la estufa, gastando leña, comiendo cositas como manera de distraerme? ¿Algún paseo por la nieve? Sí que aprovecho leyendo: últimamente he acabado dos libros que hacía meses – o años – que tenía medio-leídos, y estoy avanzando en un tercero que también empecé hace años. [Leo mucho: es que estos tres libros son “de lectura difícil”, que siempre había dejado a un lado buscando alguna cosa más ligera...] El paseo por la nieve lo tendría igualmente – y todavía más – si volviera al pueblo, y la verdad es que desde hace algunos meses, cuando “cambié el chip”, he dejado de ver la andada de 8km como sólo una tasca necesaria para llegar al pueblo, al autobús hacía la ciudad, al internet... y la disfruto de verdad.

De camino a casa, visité a dos vecin@s – en un caso, para llevarle un litro de vino y unos kilos de fruta que me había encargado del pueblo. Había olvidado la escarola, lo siento... Así llegué a mi casa a las 10 pasadas de la noche. Y me encontré con la puerta rota. No gran cosa: alguien le había arrancado la hembrilla que aguantaba un lado del candado, haciendo una rotura/grieta a un rincón de la puerta de unos cuantos centímetros. Pero es que yo soy un amante de la madera: la madera, de hecho, me es casi sagrada, considero (por ejemplo) casi una blasfemia cubrir la veta maravillosa, milagrosa, con pintura... Y esta puerta la había traído de la ciudad, le había quitado una pintura feísima de una cara y ¡una capa de cal! de la otra, le había tratada con aceite de linaza y aguarrás, le había cortado e instalado cuatro paneles de vidrio, y la había instalado como puerta principal de mi casa.

También, claro está, el hecho de la puerta rota significaba que alguien había entrado sin permiso en mi casa... Ya había tenido trato dos veces al año pasado con ladrones. ¿Y si todavía estuviera, alguien, dentro de la casa? Si yo estaba a punte de descubrirle con las manos a la masa, ¿qué estaría dispuesto a hacerme para poder hacer su huída?

Con cautela abrí la puerta. Me pareció oír un sonido de la planta de arriba. No pensé en armarme con un tronco de leña. Como un estúpido, sólo con la linterna a la mano y (además) con la mochila a la espalda como una posible molestia a mis movimientos, subí las escaleras tan sigilosamente como posible y – más rápido – abrí la cortina de la entrada a la sala de estar. Un hedor de pies-que-llevan-unos-días-sin-quitar-los-calcetines me saludó (en voz bien alta). También la visión de alguien dentro de un saco de dormir en el suelo al lado de la entrada. Una cara que no reconocí giró hacía mi.

“¿Quién eres?” pregunté.

“¿Uaaa?”

“¿Quién eres?”

“Soy un amigo de Jimmy.” [El ‘Jimmy’ pronunciado con la jota castellana. Ningúnª amig@ mí@ pronuncia mi nombre así. Los castellanohablantes lo pronuncien ‘Yimmi’. Pero, para alguien que hubiera leído mi nombre en algún sitio y quisiera fingir ser amig@ mí@...]

“¿Qué amigo de ‘Jimmy’?” [pronunciado a su manera.]

“Esteve.” [¡¿Esteve?! ¿A la catalana ahora? Pues, el único Esteve (a la catalana) que me diría amigo y que se me ocurrió en aquel momento es uno de 21 años que no he visto desde que tenía 8. Y no sabría como llegar a mi casa...]

“¿Esteve? ¿Esteve?” Ya había entrado de todo dentro de la sala. Si no tenía ninguna arma de fuego, difícilmente podría atacarme desde un saco de dormir. Mirándole más atentamente (¡¿Pero qué diablos pasa aquí?!) con la luz imprecisa de la linterna, caí en la cuenta:

“¡Stefan!”

“Sí, sí, Stefan... ¿eres tu, Jimmy? No te veo a contraluz.” [Desde aquí las nuestras conversaciones eran en un otro idioma, el cual traduzco a castellano.] “¡Guau, qué bien que hayas venido! Empezaba a creer que tendría que pasar el tiempo aquí solito...”

Como yo tenía hambre, le pregunté: “¿Has cenado?”

“Sí, sí, he encendido la estufa y he cocinado. Si quieres cenar, queda algo sobre la estufa. ¡Guau, que bien, que bien! He visto huellas a la nieve entorno a la puerta, así que sabía que alguien había estado hace poco... Escucha, si piensas quedarte despierto un rato, me parece que me levantaré otra vez.”

[Es bien posible que este relato te parezca demasiado largo y aburrido. Soy muy charlatán y tengo un estilo de escribir parecido. Temo que aburro más que quisiera a mis amig@s con mi parloteo. Pero este Stefan me sobrepasa, y por mucho. Y, por no querer aburrirte monumentalmente, dejaré la masiva mayoría de nuestras conversaciones fuera del relato... De nada...]

Mientras yo iba avivando el fuego a la estufa [y mirando como habían bajado las reservas de leña, la cual no había contado con gastar aquel día], encendiendo una lámpara de gas [“¡Qué bien! Yo he traído dos velitas (de estas llanas en funda de aluminio) pero no quería gastarlas todavía...” ¡Así que había encendido mi última media vela, que tengo para emergencias (acabarse el gas, tener luz a partes de la casa donde no tengo lámparas de gas)! ¡Muchas gracias, “Amigo”!], apartando algunas piezas de su ropa aromática [repartida por toda la sala] de algunos muebles, sacando el gato y la gata de la casa [“Cuando los he visto a fuera he pensado que quizás tenían que quedarse allí... Pero mira: ¡han entrado conmigo!”], y recuperándome del choque [a parte de la puerta, tengo que admitir que no había querido volver a ver este payo: me había hecho algún favor en el pasado – de hecho, él tenía la actitud que, sin su ayuda, mi existencia aquí a la montaña habría sido im-po-SIBLE pero a mí me había parecido que se lo había pagado bastante caro: aguantando sus comentarios machistas, su chulismo, su arrogancia... Y también le había hecho favores yo, sin darle a entender que, sin mi ayuda, su vida por allá habría estado im-po-SIBLE…],  él iba contándome orgullosamente sus aventuras [con todos los detalles] para llegar a mi casa.

Me había fijado que sobre la mesa había un bote de vidrio (que él había sacado de mi dispensa) con dados de papaya seca. Compro un kilo de esta papaya a una casa de venta al mayor, alguna vez cuando paso por Barcelona (a 500km de casa) – una visita que no hago muy a menudo – como un lujo especial, y la uso cuando hago pasteles.

Aquí habría que explicar que mis finanzas son tan precarias que siempre me causa un debate decidir si comprar la papaya o no. Pero necesito algún lujo... Esto explico para darte a entender que encontrar que una persona no invitada se había hecho libre con esta papaya me fue como si alguien hubiera entrado en tu casa y abierto una botella de tu mejor cava sin tu permiso.

Mientras estaba moviendo cosas de una banda a otra, para crear un poco de espacio libre, le pregunté si había traído alguna comida que pudiera interesar a un ratón, que los tengo en casa, y hace falta guardar los comestibles. Resulta que había llegado a mi casa con dos panecillos integrales y un embutido. Soy vegetariano (y él bien lo sabía.) [La cena la había hecho con cosas que había encontrado en la casa.]

[Con el riesgo de aburrirte todavía más, propongo dejar una cosa subrayada y en colores: Si unª amig@ llega a mi casa sin ni avisar ni traer una contribución a la comida, me alegro mucho con la visita, y no me miro los gastos ni los lujos. (Ahora sí: la gran mayoría de mis amig@s no pensarían presentarse a la puerta sin nada de comer. Saben lo que significa para mí traer toda la comida 8km en mochila.) Pero si el individuo es una persona que no considero como unª amig@ particularmente, la cosa cambia...]

Cuando la estufa avivada había calentado bastante la sala, y la cazuela de la cena empezaba a cantar, él salió del saco [otra oleada de hedor] y empezó a vestirse. Todo el tiempo cantando las glorías de su astucia y de su gran hazaña de llegar a mi casa. Cuando yo me di cuenta que se había extendido sobre un medio-colchón [Tengo unos medio-colchones – de unos 110cm de largo – que me sirven como cojines de sofá. Cuando vienen invitad@s, dos juntos pueden servir como colchón muy largo pero estrecho para una persona, o bien tres juntos en un otro sentido pueden servir como un colchón de matrimonio.], le dije: “Hombre, eso no sería muy cómodo. ¿Por qué no has cogido dos para caber mejor?”

“Es que tenías cosas sobre los sofás, y no tenía ganas de moverlas de sitio.” [Admito que soy muy, pero muy desordenado, y suelo tener los sofás – cuando no tengo visitas – cubiertos de libros, bolsas llenas, ropa, cualquier cosa.]

“Pues ahora quito esto y te dejo un otro.”

“No, hombre, no hace falta. Que estoy tan cansado que dormiré perfectamente. Podré dormir tanto que quiera mañana, que hace días que no he dormido tan cómodamente como ahora... Ahora que te veo cenando, me parece que repetiré...”

Mientras cenamos y yo me preguntaba como me sentía con este intruso, me explicó que había pasado dos noches en autocar, viniendo de su país del norte hacía cierta ciudad del estado español, donde le habían ofrecido un trabajo, que él tenía que volver a llamar para confirmar 11 días más tarde, y que – encontrando que el próximo autocar hacia el norte no salía hasta el día siguiente – había decidido hacerme una visita. [Esto después de unos años sin oír nada el uno del otro y sin saber seguramente que yo todavía vivía aquí – o sea que había roto la puerta sin saber que la casa todavía era mía.] Parecía que todavía no había decidido si quedarse en mi casa un par de días antes de viajar hacia el norte o bien quedarse conmigo los 11 días. En ningún momento se le ocurrió preguntarme como me parecía la cosa a mí...

Después de cenar, iba buscando en todas los bolsillos, levantándose, sentándose, volviendo a levantarse. Supuse que estaba buscando tabaco pero no dije nada, hasta que lo encontró y se estaba rollando un cigarrillo.

“¿Ya te recordarás que para fumar tendrás que salir a fuera, que ésta es una casa sin humo?”

“Hombre, ¿con el frío que hace? ¿No me puedes tener piedad?”

“Es que el humo me afecta muy mal. Si voy a casa de unª amig@ fumadorª me lo aguanto, pero aquí a casa mía he decidido que nada de nada de humo a dentro.”

“¿Te has dado cuenta que ya había fumado antes que volvieras a casa?” [Esto con un tono de “¿ves que soy listo, que te he ganado?” Y ahora que me lo pienso (escribiendo este relato), aderezando la casa después de otra visita suya – y habiéndole dicho que no fumara a dentro – había encontrado un par de colillas al lado del colchón donde él había dormido.]

“Será la última vez. A partir de ahora fumarás a fuera...”

Y salió a fuera. A la vuelta, entrando en casa, dejó entrar la gata. La cacé yo y la llevé a fuera. Se lo expliqué: “Es que l@s gat@s nacieron cuando yo no estaba. Y la gente que me estaba cuidando la casa no les enseñó a no cagar aquí a dentro. Cuando volví, ya eran demasiado grandes para aprenderlo. De hecho, alguna vez, si tenía la puerta abierta, han entrado desde fuera con el sólo propósito de cagar y, habiéndolo hecho, han vuelto a salir. Por eso tienen que quedarse a fuera.”

Así íbamos conversando. Sólo te cuento un trocito más de la conversación:

“¿Conoces el grupo de música Båmmel*?”

“En absoluto.”

“Son fantásticos. Llevo 4 o 5 cds a sobre.”

“¿Qué tipo de música es?”

“Es una especie de música vikinga-celta. Fantástica. Tengo un par de cds de ellos en directo y se nota como el público se entrega...” [Me imaginaba un bar musical oscuro, lleno mayoramente de machos jóvenes con cabellos largos y grasientos, vestidos de cuero negro o de aquellos chalecos de piel de oveja con la lana hacia fuera, con las famosas pulseras de cuero-y-espinas-de-aluminio, haciendo movimientos pseudosexuales con el puño hacia el techo mientras coreaban: “¡Ungh! ¡Ungh! ¡Ungh! ¡Ungh!” Seguramente alguien del público – y quizás también del grupo de músicos – tendría la idea genial de llevar a la cabeza un casco con cuernos...]

“También llevo unos cuantos cds de Los Reyes Del Bimbo*. ¿Los conoces?”

*también he cambiado los nombres de los grupos

 “Me suena el nombre, pero no conozco la música. ¿Cómo es?”

“El líder del grupo es cojonudo. Toca una guitarra muy fuerte y también tiene una voz muy fuerte.” [A mí me vinieron a la cabeza aquellos cantantes de “heavy” que tienen una voz normal cuando hablan, pero se ven con la necesidad – para cantar – de ponerse una voz como aquellas de alienígenas malvadísimos de series de ciencia-ficción barata o de los posesos por el mismo diablo de alguna película de terror/suspense. Nunca le he encontrado la gracia... No pensé en la “guitarra fuerte” en aquel momento pero, habiendo conocido los gustos musicales de Stefan en una previa visita, se me ocurre ahora que significa que el volumen domina sobre la artesanía.] “También me he dedicado yo más a la música, sabes, desde que nos vimos la última vez. De hecho, tenía un grupo... Pero fracasamos... Los vi en concierto una vez cuando yo ya no estaba, pero no me acabaron de convencer.” [O sea que “fracasamos” significa que el grupo decidió seguir sin él.]

Después de insistir en rechazar mi oferta de liberarle otro medio-colchón, volvió al saco, y yo me fui a la cama.

El día siguiente, después de haber pasado una noche de despertarme cada dos por tres por su tos, me quedaba despierto a la cama rumiando. Por una banda, debería ser más flexible, más comprensivo; el tipazo sí que me había hecho algún favor. Si no nos cruzáramos con ninguna mujer, él podría ser soportable. Y de hecho, siempre me había sentido un poco culpable por no haberle explicado nunca el porque había dejado de escribirle. Por otra banda, si resultara que llegara a molestar demasiado, podría hacerle claro que once días: ni pensar. Ya veríamos...

Cuando no lo aguantaba más en la cama [me había quedado un largo rato, para dejarle dormir más] me levanté, me vestí, y empecé a hacer vida: limpiar la estufa de cenizas, encenderla, poner agua para calentar, calentar también un té yogui ya hecho... Cuando la sala ya estaba calientita, Stefan empezó a hacer movimientos, unos de los primeros siendo empezar a charlar otra vez. Y cuando al final se levantó, anunció que saldría a fumar el primero del día.

Yo iba haciendo cosas. Lavándome, preparando un desayuno, buscando cosas... Una vez cuando pasé la cortina para buscar alguna cosa, noté el olor a humo de tabaco. Bajé la escala y vi a Stefan – en la planta baja sí, pero dentro de la casa – fumando tranquilamente. “¡Stefan!” dije, “¡he dicho que fumes afuera! No sabes hasta a qué nivel no aguanto el tabaco. Digamos que es una aversión patológica. Por una corriente de aire lo he notado allí arriba. Para mí, ‘a fuera’ quiere decir ‘a fuera’.”

“Ah sí, de acuerdo...” dijo el babosa, pero sin hacer ningún movimiento – ni hacía afuera, ni para apagar el cigarrillo. Supongo que pensó que – como casi lo había fumada todo – no valdría la pena cambiar del lugar. Le dejé allí y volví arriba.

Me ponen nervioso los enfrentamientos y tardé un rato antes de abordar el tema:

“Tenemos que hablar. Por empezar, déjame decir que me alegro que hayas venido...” [Y no era mentira. Aquel mañana en la cama, había decidido que sí que me alegraba, que como mínimo me daba la oportunidad de disculparme por haber dejado a secas la correspondencia entre nosotros, sin explicarle el porque.] “Eres un tío de buen humor y generoso, te agradezco que hayas [aquí viene lo censurado: los favores que me había hecho, pero seguidos por una lista de actitudes suyas, y hechos de la última visita que me habían mosqueado.] “... Y es por eso que dejé de escribirte. No me gustaba nada que me trataras así.”

“Llamé una vez a aquella amiga tuya, ¿cómo se llamaba?... Y me dijo que estabas en Irlanda...” [Me preguntaba si realmente estaba escuchando lo que yo decía.]

“Otra cosa: quizás sí que dijiste alguna cosa y no te lo oí, pero a mí me parece que desde que llegaste anoche hasta ahora no te has molestado en disculparte por el daño que hiciste a la puerta, ni ofrecer repararla.”

“¿La puerta? Esto no tiene importancia, hombre: un daño de nada...”

“Pues a mí me ha parecido más que ‘nada’. Y tú mismo dices que no sabías si yo volvería a casa. ¿Te has pensado que quizás yo estaba de viaje y me habría tardado un par de semanas en volver? ¿Qué te habrías ido de aquí dejando la puerta obviamente rota, porque la viera así cualquier que pasara por aquí? A algunos, les podría dar ideas, ¿no te parece?”

“Pero si llevo encima un tubo de ‘Súper Cola’. Habría fijado el gancho al agujero otra vez y reparado la grieta con pegamiento. Como si fuera nueva.”

“A mí no me lo parece, pero dejémoslo pasar... Pero te digo una cosa, a veces vale la pena decir ‘lo siento’.”

“Hombre, ¿por tan poca cosa?”

“¿A ti te parecería poca cosa que alguien rompiera la puerta para entrar a tu casa?”

“La verdad es que a mí me robaron dos veces el año pasado...”

“Y no te importó nada, ¿verdad?”

“Sí, sí, hombre: pero aquí nadie te ha robado nada.”

“Bien dejémoslo correr. Empecemos de nuevo. Tabula rasa. Pero habrás de tener un poco de comprensión para mi vida y mi situación aquí. No vuelvas a venir sin consultarme – y que yo diga que sí. Nada de fumar a dentro. Y no me trates como lo has hecho al pasado: como si tú lo sabes todo mejor y yo no tengo ni idea. Es mi vida y son mis decisiones. Y si no son las decisiones que habrías tomado tú, esto es cosa mía. ¿Vale?... Y a ver si podemos ser amigos...

“Ahora, como la gran mayoría de la casa está en obras, y como en el invierno me retiro a este pequeño espacio, a mí me parece que haremos vida aquí durante el día, pero a la noche podrías irte en a dormir a casa del vecino, que está en Ibiza y me ha dado permiso a utilizar su casa para estas ocasiones.”

“Sí, pero déjame decirte una cosa. No tenías que haber escogido una casa tan grande: es demasiado trabajo para una persona. Nunca acabarás la obra. Habrías hecho mejor con una casita pequeña...”

Después del desayuno dije: “Recogeré aquí un poco: es demasiado estrecho para dos persones con todos los trastos en todas partes. Y lavaré los platos... Si te apetece, podrías hacer un paseo. Y si ves algún árbol muerto, o bien una rama gorda rota, mira de fijarte dónde está, me lo dices, y después cogeremos unas sierras e iremos juntos a hacer leña. Que nos hará falta. He visto en internet que vendrá una otra oleada de frío polar. Y un vecino ha oído en la radio que quizás medio metro de nieve y todo... Ayer compré verduras para mí, pero si tú te quedes, tendremos que comprar más. Si me das dinero, yo bajaré mañana al pueblo, que no me importa: así aprovecho el viaje y voy en el internet.”

“No hace falta ir a comprar. Te he visto la dispensa: hay lentejas, arroz, conservas...”

“Es que prefiero también tener verduras frescas.”

“Entonces yo iré al pueblo contigo.”

“No, hombre, no, que anduviste mucho ayer. Tú descansa aquí, que bajaré yo.”

“Ya me he recuperado. He dormido la mar de bien esta noche.”

“Como quieras. Pero querré salir de aquí a las 7 de la mañana... Bien, no olvides de recordarte donde están los árboles muertos. Podremos salir a hacer leña después de comer.”

“No hace falta: me llevaré ahora la sierra y te talaré un árbol entero.”

“Muy bien, pero no sierres ningún árbol vivo: sólo los muertos.”

Yo estaba preparando la comida cuando Stefan volvió. Yo tenía que bajar cuando llegó para sacar la gata que él había dejado entrar, y vi que había traído una carga de ramitas verdes de pino – inclusas hojas verdísimas. A ver eso, le dije:

“Deja todo esto a fuera: se secará dentro de algunos meses y podré usarlo entonces.”

“Eh, no importa que sea verde. Se quemará perfectamente, ya lo verás.”

“No quiero quemar pino verde a mí estufa: bloquearía el tubo con hollín y alquitrán.”

“Esto no es ningún problema...”

“Escucha. ¡Yo no QUIERO leña verde dentro de mi estufa! Déjala a fuera.”

“¡No, no! como mínimo te la cortaré en trozos pequeños...”

Así que le dejé y volví arriba, a seguir con preparar la comida, interrumpido cada dos por tres para sacar la gata a fuera. Resulta que Stefan estaba entrando la leña dos ramitas cada vez y cortándola a dentro. Eso no me importaba, pero cada vez dejaba entrar la gata...

Después de un rato, Stefan subió y delante de mis narices llenó la estufa con ramitas verdes... Todo el rato explicándome que quemar leña verde no presenta ningún inconveniente, que los inviernos de España no son largos, que no tendré ningún problema limpiar el tubo de la estufa (yo, cuando él hará tiempo que no estará...) Y yo estaba demasiado atónito para decirle ni mu.

Después de comer, me puse a fregar los platos y mientras tanto nos calenté más té yogui. Cuando le pasé su vaso, dije:

“Cuando acabo con los platos y acabamos el té, podremos salir a buscar leña, que no queda mucha. Conozco un lugar, un poco  montaña abajo, donde hay dos árboles muertos. De hecho me va muy bien que tú estás porque se encuentran en un pendiente, sobre un zarzal. Si se caen a dentro, me costaría sacarlos. Pero si los atamos una cuerda y tú estiras mientras yo sierro, los podremos hacer caer hacía arriba.”

“Pero hombre: déjame talar un árbol de aquellos que están montaña arriba y así tendrías leña para dos meses. Así sería más fácil bajarla que subirla desde más abajo…”

“Ya te he dicho que no me sirve ahora la leña verde. Y ahora vendrá el frío. Además, estos árboles muertos están más cerca que el bosque de arriba y – como son bien muertos – pesaran menos.”

“Sí, pero los tendremos que llevar al hombro. Y un árbol de allá arriba podríamos bajarlo tirando de una cuerda.”

“Sí, y hacer mal a todos los muros de los bancales bajándolo así. Sí buscáramos un árbol de arriba, también lo tendríamos que llevar al hombro. Y ya te digo que los muertos no están tan lejos.”

“De acuerdo, de acuerdo…”

Cuando había acabado de fregar los platos y mientras estaba tomando la bebida, él me suelta:

“Si tenemos que salir a buscar leña, ¡que lo hagamos ya! Se hará oscuro dentro de poco y no tengo ganas de andar por estas sendas en la oscuridad. Tu te las conoces, pero yo no quiero toparme con una piedraza…”

“Déjame acabar este vaso. Tranquilo, hombre: si no acabamos de serrar los dos árboles antes de la oscuridad, ya volveremos a casa. Con uno de ellos, ya habremos hecho un comienzo.”

“Pues, ¡a la obra!”

“Te he dicho que me dejes acabar el vaso en paz. Ya tendremos tiempo… Bien: ¿estás listo?” Me puse las botas, salí de la casa, y le esperé mientras acariciaba el gato. Y le esperé. Y le esperé. Abrí la puerta y grité: “¿Stefan? ¿Que no bajas?”

“Es que me estoy rollando un cigarrillo…”

Miré el gato. “¡El mierdoso! ¡¿Y por qué no se lo había rollado mientras me estaba metiendo prisa porque acabara el té yogui?!”

Después de un rato, Stefan a.48pareció, le di la cuerda y, cogiendo la sierra, empecé a andar. Él andaba tan lento, que dentro de poco le había dejado bien atrás. “A este paso,” me pensé, “sí que se hará de noche. ¿Le espero o qué? ¡¿Qué va?! Que siga mis huellas en la nieve. Empezaré a serrar, que no hará falta atar la cuerda justo al principio.”

Así que llegué al pendiente por arriba de los árboles muertos. Dejé la senda, bajé por el pendiente hasta llegar a ellos, y empecé a serrar uno. Cuando él apareció pendiente arriba y con cara de poc@s amig@s, me preguntó: “¿Qué hago yo? ¿Sierro este otro árbol aquí arriba?” [¡¿Y como lo haría, si no tenía una sierra él?!]

“No, hombre: tírame la cuerda, la ataré aquí, te pasaré el otro extremo, y tu tirarás desde allá arriba porque se caiga el árbol pendiente arriba.” [¿No le había explicado todo esto ya, antes de salir de casa?]

“Es que se hará de noche, y yo…”

Me considero un hombre paciente. [De hecho, en cierta ocasión, una (entonces) compañera mía me gritó, muy enojada: “¡¿cómo puedes ser tan paciente?!” Y el hecho es que estaba siendo paciente con ella…] Pero aquí mi paciencia decidió irse de vacaciones.

“¡ESCÚCHAme!” grité. “A casa, mientras yo estaba bebiendo, me estabas metiendo prisa por salir ¡ya! Y después, cuando he salido y te estaba esperando al frío, ¡tú estabas haciéndote un cigarrillo! Y ahora me vienes con esto de que se está haciendo tarde. Esta mañana te digo si quieres buscar leña seca, que yo iré contigo para entrarla. Y tú vas y vuelves con ramitas verdes que no me servirán antes de pasar unas semanas. ¡¿Te has fijado que a casa casi no queda leña?! ¡Estoy harto! Tírame la cuerda ya y vuelve a casa. Déjame en paz, hombre, que lo haré solo. Pero te digo que mañana te pirarás. ¡Estoy bien harto de ti!”

El babosa se quedó, mirándome, sin decir nada, sin moverse.

“¡Tírame la cuerda ahora mismo y vuelve a casa a descansar, hombre! Que has tenido una tarde dura, charlando mientras yo hacía todas los trabajos de casa.”

“Pero... ¿Podré quedarme esta noche?”

“¡Ya te he dicho que te vas mañana! Y ahora: ¡tírame la cuerda de una vez y vete!”

Pude serrar uno de los árboles (que se cayó dentro del zarzal, pero – atado a la cuerda y ésta atada a otro árbol, pendiente arriba– no fue tan difícil de sacarlo) y volví a casa, cargado con el tronco principal, dos de las ramas (ya serradas) [ya he dicho que estos árboles eren bien secos y ligeros] y la sierra, antes que fuera tan oscuro que no pudiera ver el camino. Mientras estaba entrando las tres piezas por la puerta, Stefan llegó desde fuera [supongo que había estado fumando] y esperó sin decir ni mu hasta que yo hubiera acabado de entrarlas. Mientras él subía arriba, yo di de comer a l@s gat@s. Me quedé un ratito con ell@s para calmarme.

Una vez conseguido esto, subí arriba y me encontré con un Stefan que empezara a contar otra de sus tonterías, como si nada. Supongo que estaba probando de suavizar la situación, pero mi paciencia todavía no había vuelto de las vacaciones.

“Escucha, Stefan, mi consejo – como de todas maneras dormirás en casa del vecino – es que recojas tus cosas y te traslades ya. Así te ahorrarás mi mal humor. Si te llevas la leña que has buscado esta mañana, podrías encender un fuego a tierra y hacerte más cómodo.”

“De acuerdo...” y empezó a hacerse la mochila.

“Si quieres que te acompañe al pueblo, querré salir a las 7. O si prefieres, podrás esperar hasta mediodía. Pero en este caso no bajo contigo. Tú decides.”

“No sé si podré encontrar el camino con toda esta nieve. Bajaré contigo.”

“Bien, pues: nos iremos a las 7. ¿Estarás listo?”

“Si tu puedes despertarme a tiempo.”

“Vale.” Y esperé mientras él seguía buscando cosas suyas por toda la sala.

“Escucha: realmente no hace falta toda esta movida. Si sólo es para una noche más, podría volver a dormir aquí en el suelo...”

“Pero yo no quiero tenerte bajo mis pies.”

“De acuerdo, de acuerdo...”

Le acompañé a casa del vecino para abrirle la alcachofa del butano, enseñarle donde estaban los interruptores de luz [el vecino tiene una placa solar] y llevarle la leña. Pero cuando la estaba recogiendo, a la entrada de mi casa, me dijo:

“Déjalo estar, hombre, que es verde y no se encenderá fácilmente sin leña seca.”

“Como quieras...” y fuimos a casa del vecino. Pero, una vez allí, notando el frío que hacía a dentro, sentí un poco de piedad, y volví a mi casa para llevarle un par de cargas de sus ramas, más alguna leña seca mía porque se le encendiera más fácilmente.

Aquella noche, empezó de nuevo a nevar... Y una nevada fuerte y rápida. ¡Por favor: que no nieve tanto porque no podamos salir mañana!...

El día siguiente trasladé la mitad de sus cosas a mí mochila para compartir el peso, y salimos a las 7 y pico, hacía el pueblo. Yo iba delante y él detrás. Andaba tan lento que, después de un cuarto de hora, le dije:

“Escucha: si sigo con este ritmo, se me congelarán los dedos – de las manos y también de los pies. ¿Podrás seguir mis huellas en la nieve?”

“Sí, claro.”

“Pues, nos veremos en el pueblo.” Y le expliqué como encontrarme en el internet. “A ver si andando más deprisa entro en calor.”

“Este problema, no lo tengo yo...”

Gocé realmente del paseo hacía el pueblo. Había caído un par de centímetros más de nieve ¡y todo estaba tan bello!... A la cabeza me estaba preparando la despedida que se acercaba. Una vez en el internet, me puse a leer los correos y empecé a escribir uno. Stefan apareció a las 9 y media – de hecho bastante antes de lo que yo había esperado. Yo ya había sacado sus cosas de mi mochila, le estaban esperando sobre una mesa, y él empezó a meterlas en su mochila.

“Dice aquí que mañana vendrá otra oleada de frío, que bajarán las temperaturas un buen trozo.”

“¿Es a mí?” [Sí, es a ti. ¿A quién si no? si no hay nadie más aquí...]

Cuando él tenía la mochila hecha y estaba listo para salir, le miré, le dije:

“Stefan, como un último regalo para ti, te ofrezco una opinión y un consejo.” [No me miró, hacía una cara de “esto no me toca”] “¿Quieres escucharlos?”

“Sí, dime...”

“Según lo que me has contado, has dejado preñadas a tres mujeres. Dos de estas han tenido hijas tuyas.” [La otra había tenido dos abortos espontáneos.] “Entre quedarse preñadas y parir, ambos te han enseñado la puerta. No quieren saber nada más de ti y no quieren que tengas nada que ver con las criaturas...”

“¿Y?”

“Pero según las leyes de vuestro país, estás obligado a pagar la manutención de las niñas. Pues mi opinión es que, una vez las habías dejadas preñadas, empezaste a decirles como hay que criar unª niñ@. Y como es tu estilo – que siempre lo sabes todo mejor que nadie y que cualquier que tenga una opinión o una idea diferente a las tuyas está sencillamente equivocado – seguramente estas mujeres se dieron cuenta que les sería imposible compartir la educación de unª hij@ contigo. Así que ‘¡Stefan, adiós!’ Y sigues pagando. Aquí viene mi consejo... no, espera, todavía una opinión. En mi opinión, serías un padre pésimo. Eres tozudo, lo sabes todo mejor que nadie, no prestas atención a las opiniones ni a los deseos de la otra persona... A mí me tocó tener un padre así (y siento haber heredado yo mismo estos atributos hasta cierto punto). Así que sé de qué hablo. Sé lo que significa sufrir con un padre así.”

Por fin me miró. Una mirada de desafío, de saberlo-mejor-que-tú. “¿Así que crees que sería un mal padre?”

“Uno de los peores que pudiera imaginarme. Escucha, Stefan, no eres mala persona. Hemos tenido nuestras diferencias, pero tengo que reconocer que eres una persona generosa y de buen corazón. Y todo esto te lo digo para tu bien.” [Pero me pensé, también se lo digo para el bien de unª niñ@ que no habría de tenerlo como padre. La posibilidad de unª futur@ niñ@ sufriendo así me dio coraje para seguir.] “Escucha: tengo un par de amigos, son hombres muy, pero muy majos, generosos con l@s amig@s, y alegres. Pero con sus hij@s son furias, son monstruos: les tienen aterrorizados a base de gritos y amenazas. No deberían haber tenido hij@s. No digo que tú gritarías o amenazarías a los tuyos, no lo sé. Pero, por lo que te conozco, les darías a entender que sus opiniones, sus ideas, sus deseos, no valen para nada.

“Ahora sí que viene mi consejo: que te dejes esterilizar... Así te ahorrarías aquello de que otra mujer te enseñe la puerta pero te demande la manutención...”

Sin decir una palabra, Stefan dio media vuelta y se dirigió hacía la puerta.

“Que te vaya bien, Stefan.”

“Que te vaya mejor, Jimmy.”

Volviendo a casa, me recordé de aquella mirada de desafío y me arrepentí de habérselo dicho, todo aquello. Sería capaz de tener otr@ hij@ sólo para mostrar que yo estaba equivocado. Porque – claro está –él lo sabe mejor.

Así que, subiendo mi valle mágico, solté un grito, una petición de ayuda a todos los poderes mágicos del lugar. Y grité trece veces en voz alta:

“¡Que su semen sea estéril!... ¡Que su semen sea estéril!...”

***

Anuncio

 

A “Stefan”: Gracias por haberme inspirado este relato. Hace tiempo que no había escrito con tanta pasión.

Estimad@ lectorª: Si te parece que mi reacción ha sido exagerada, si crees que he sido demasiado duro con Stefan [y a mí me parece que quizás sí], sea en persona o en escribir este relato, te pido una cosita. Envíame tu dirección. La enviaré a Stefan. Y que te haga una visita a tu casa…