Jimmy
Hollis i Dickson
De
dedicado
a Martha y Chan Tse
©1984,
2002, 2005
título
original: The Hand Of The Princess
traducido
al castellano por el autor [con mucha ayuda de amig@s,
gracias
a tod@s]
traducción
dedicada a Shantala,
Miquel, y Zaida
traducción
©1986,2002, 2005
Capítulo 1
El rey Peter
VI deseaba un hijo. Quería un hijo que fuera valiente y fuerte e inteligente.
Un príncipe, que un día llegaría a ser rey [el rey Peter VII] y reinaría
después de su padre.
Ahora bien... el rey ya
tenía una hija, una princesa y ella sí que era valiente y fuerte e
inteligente. Por supuesto el rey no sabía esto puesto que él esperaba un príncipe,
un hijo. No prestaba mucha atención a la princesa, porque era de ese tipo de
reyes que creen que una princesa no importa tanto como un príncipe. [Si un rey
ya tiene un príncipe o un par de ellos, entonces una princesa puede serle útil:
la puede casar con el príncipe de otro reino y así crear una amistad entre los
dos reinos - mantenerlo todo en familia como se dice -. Pero si no tiene ningún
príncipe, ¿de qué le va a servir una princesa? Algún príncipe ajeno aparecería,
se casaría con ella, y luego llegaría a ser rey.]
“¡Quiero que mi hijo sea rey después de mí: y no el
hijo de otro rey!” decía Peter VI, que seguía rezando por un hijo. Pero no le
nació ningún hijo y así se quedó.
Nunca habría esperado que
su hija fuera valiente y fuerte e
inteligente: una princesa no tiene por qué serlo. Éstas son cualidades que todo
príncipe debe tener. Pero una princesa nunca llegará a ser rey: sólo estará
[quizás] casada con uno. Por eso le basta ser encantadora y bella, para que
algún príncipe [valiente y fuerte e inteligente] quiera casarse con ella.
¿Y era encantadora y bella
la princesa Martha? Pues... sí y no. No siempre era encantadora cuando debía
serlo [cuando le decían que lo fuese, por ejemplo, con los lores y embajadores
visitantes]. Pero si alguien le gustaba, podría ser... bueno yo no sé si
“encantadora” es la palabra adecuada para describirla [ya que esta palabra ha
llegado a tener un sentido formal y algo falso] pero sí que podía ser un
verdadero placer estar con ella. En cuanto a lo de “bella”, muchos, al verla
por primera vez, no dirían que fuera precisamente bella. Pero sus amigos
íntimos estimaban que sí. Y es que se referían a aquel tipo de belleza interna:
no tanto al aspecto que uno tiene, sino a como es.
Su padre
nunca había llegado a conocerla íntimamente. No había tenido el tiempo: es que
hay demasiados asuntos importantísimos con eso de reinar. Así que nunca llegó a
saber que ella era bella, o que podía ser [usemos esta palabra] encantadora. Su
madre, la reina Eleanor, tampoco tenía mucho tiempo para ella. Sabía lo que se
esperaba de una reina y pasaba una gran parte del tiempo en ser bella y
encantadora, y en rezar por un hijo para que el rey se pusiera contento.
Desde su nacimiento Martha
había sido dejada al cuidado de un ama que se llamaba Alice. “Trabajaba por
entonces en la vaquería real,” le contaba Alice, “y no sé si fue por beber
tanta leche fresca, o sólo por estar tanto tiempo con todas esas vacas, pero el
hecho es que yo tenía tanta leche cuando nació Jeb que todo el personal no
dejaba de hablar de ello. Que yo misma era una vaca dijeron. Y algunos lo
dijeron maravillados, y otros lo dijeron como si fuera un chiste y algo de
vergüenza. Pero ¿para qué tenía yo que avergonzarme por ser comparada con una
vaca? Siempre he encontrado que las vacas son criaturas buenas: suaves y
fuertes y tranquilas y cálidas. No he visto nunca nada para avergonzarme en
eso.
“De todos modos, cuando tú
naciste, tu padre - que había oído de mis cantidades de leche - me mandó darte
el pecho. ‘Tu hijo ya es lo bastante grande para dejar de mamar,’ dijo tu
padre, ‘podrías darle leche aguada de vaca.’ ‘Por favor, Su Majestad,’ dije yo,
‘estoy segura de tener bastante para los dos.’ ‘Como quieras,’ dijo tu padre,
‘sólo que tendrás que darle primero a la princesa y asegurarte que ella tenga
suficiente antes de darle a tu hijo.’ Y se mostró tan sorprendido de que quisiera molestarme en daros pecho a los
dos. Bueno, la verdad es que él nunca sabrá la delicia que puede llegar a ser
para una mujer.”
Era Alice
quien llevaba en brazos a Martha cuando ésta era bebé y Alice quien le acunaba.
Era Alice quien le consolaba cuando lloraba y quien le cantaba canciones cuando
se despertaba asustada en plena noche. Alice quien le recitaba cuentos y le
explicaba cosas. Era Alice quien le era lo más parecido a una madre, y Martha
le amaba más que a nadie en el mundo entero.
Y en segundo
lugar después de Alice, Martha amaba a Jeb. Sí, había habido celos entre ellos,
por supuesto. Jeb tendría celos de ella porque ella siempre tenía que ser la
primera: primera a comer, primera cuidada, primera escuchada. Y Martha tendría
celos de Jeb, cuando ella tenía que dejarse vestir un vestido rígido y caluroso
para que le presentaran a Su Excelencia lord Quéseyo, el embajador de Dondesea,
y a su mujer, lady Quéseyo; y después quedarse sentada y quieta durante
conversaciones aburridísimas, y vigilarse el comportamiento durante una cena
sin fin, mientras que Jeb comía pan, queso, y manzanas con Alice en el pomar. O
cuando ella tenía que empezar clases de modales para princesas: como hablar
‘correctamente’, como bailar en la corte, como sentarse recta y dar un aire
majestuoso, mientras que Jeb corría, gritaba, y reía, o escuchaba los cuentos
de Alice al aire libre.
Pero una vez
que empezaron a comprender que el otro no tenía la culpa de estos sucesos - y
que tampoco era Alice la culpable: que ella les amaba a los dos - fueron
capaces de superar los celos y hacerse muy amigos.
“Mi hermano
Jeb” Martha le llamaba, “dos meses mayor que yo.”
Y un día, cuando tenían
doce años, dijo: “Si eres mi hermano, ¡pues deberías ser príncipe! Piénsatelo:
‘Príncipe Jeb’.”
Pero Jeb,
ceñudo, escupió en el suelo y dijo: “¡Mierda! Yo no quiero ser príncipe. Crecer
para ser un rey como tu padre y no tener nunca tiempo para nada divertido.
Estar siempre de mal humor y dar órdenes a todo el mundo. Menudo muermo sería.
Pues, si yo fuera príncipe, no me dejarían nadar en el estanque con los demás
del pueblo. No le gustan esas cosas a tu padre. Cuando vemos venir su carruaje,
tenemos que escondernos entre los arbustos si no queremos que nos mande
soldados a cazarnos.”
Y Martha se
entristeció, porque bien sabía que a ella nunca le dejarían nadar en el
estanque del prado con los otros.
Aquel año Jeb
empezó a trabajar en la vaquería. Ayudaba a limpiar las cuadras de las vacas y
a llenar sus pesebres con heno. Martha y Alice solían pasar por allí al menos
una vez por día y echaban una mano si había mucho por hacer. Y si no, se
sentarían y charlarían con Jeb y los demás trabajadores. A Alice le gustaba
especialmente aparecer a la hora de ordeñar. Le daba una oportunidad de
practicar su antiguo oficio. Con un suspiro de contenta se sentaba en el
banquillo, metía un cubo bajo las ubres de la vaca y, apoyándose la frente en
un lado cálido de la vaca, a ésta le hablaba tranquilamente, casi cantándole,
mientras sus dedos prensaban las ubres, suave pero firmemente, y la leche
siseaba en el cubo.
“Es bueno mantenerme la
mano hábil,” decía. Y la princesa también tenía oportunidad de hacer hábil su mano, porque Alice enseñó a ordeñar a
los dos niños, aunque todavía no fuera parte de los deberes de Jeb, ni lo sería
nunca [claro está] de los de Martha.
“No
obstante,” como decía Alice, “no os hace ningún daño, ¿no? Y está bien que
sepáis de donde viene vuestra leche, y como.” Les decía que no había porque
olvidar que la vaca era un ser vivo con sentidos, y que se le debía tratar con
gentileza y respeto. Después de ordeñarla, siempre le acariciaba la cabeza, y
le daba las gracias por la leche.
******
Cuando el rey
se enteró que su hija pasaba una parte de su tiempo en la vaquería charlando
con los sirvientes, se enfadó. Le mandó que dejara inmediatamente de hacerlo.
Él, por supuesto, no tenía nada de tiempo libre para estar con ella; pero sí
que había que encontrar una solución para alejarla de esta travesura.
Pues ocurrió que en estos
días el rey estaba también molesto con William, el más viejo de sus consejeros.
El consejo de William era demasiado pacífico para el rey Peter VI. Daba tales
consejos como por ejemplo pensárselo bien, ir con cuidado, no ser tan tosco y
estricto. El rey estaba harto de escuchar este tipo de consejos, y pensaba
despedir a William. Pero éste era un jugador fenomenal de calvitos, y al rey sí
que le gustaba una buena partida de calvitos. [‘Tres hombres calvos,’ llamado
‘calvitos’ por todos, era, o sea es,
un juego de tablero muy complicado y muy popular con las personas más educadas
en este país y en los reinos vecinos. Yo mismo nunca lo he jugado: de hecho lo
he visto jugar sólo una vez, así que no podré explicártelo.]
El rey
decidió poder solucionar dos problemas al dar a William el puesto de profesor
particular de Martha. De esta manera Martha quedaría ocupada y William tendría
un empleo que le mantuviera en el palacio, a mano para cuando el rey quisiera
una partida de calvitos.
Así que
Martha empezó a pasar sus mañanas con William. Aprendía a leer, escribir, y
manejar los números. De William recibió sus primeras lecciones en la historia y
la geografía de su país y de los países vecinos. William también le enseñó a
jugar a calvitos y le enseñaba las estrellas con su telescopio. La verdad es
que hablaba con ella de lo que ella quisiera y le enseñaba todo lo que ella
tuviera ganas de aprender.
“Porque,” como decía él,
“hay que alentar a los niños inteligentes para que usen su inteligencia, para que piensen y razonen. Si no, se vuelven
aburridos y aburrientes.” Y William mismo era lo bastante inteligente,
observador e interesado para darse cuenta de que Martha era inteligente.
Por las
tardes - si no tenía clases de baile, ni había visitantes importantes que
entretener [de unos modos muy poco entretenidos, opinaba ella] - Martha unas
veces iba a pasear con Alice, y otras encontraba algo que hacer en sus cuartos:
coser o pintar o leer. No podía visitar a Jeb en la vaquería, y sabía que si su
padre les viera juntos u oyera hablar de ello, volvería a enfadarse.
Para poder
verle tenía que esperar hasta después de cenar, cuando Jeb habría acabado su
trabajo. Hacía una reverencia a sus padres, les deseaba las buenas noches, y se
retiraba a su dormitorio. Aquí se vestía con un traje sencillo y algo desaseado
[muy poco de princesa] que ella misma había hecho de una tela barata que Alice
le había traído. Entonces salía por la ventana y, tentando con los dedos por
los huecos entre las piedras, bajaba el buen trozo que había hasta llegar a
tierra, donde Jeb le esperaba, y podían pasar juntos unas horas. A veces daban
paseos y a veces iban al pueblo para encontrarse allí con otros chicas y
chicos.
Los días libres
de Jeb, Martha acordaba con William librarse de sus clases y los dos [muchas
veces acompañados de Alice] cogían de comer e iban de excursión, al bosque o
por los acantilados de la mar.
Un día así,
mientras exploraban los acantilados y seguían los senderos escarpados que hasta
entonces tan sólo las ovejas habían usado, llegaron a bajar a una playa
pequeñita de arena en una bahía totalmente rodeada de acantilados. Martha se
echó en la arena, boca abajo y mirando la mar, y se quitó las sandalias. Dejó
escapar un suspiro de contenta y hundió las manos y los dedos de los pies en la
arena superfina. Jeb, mientras tanto, había tirado su ropa al suelo y corrió al
agua. Martha, con otro suspiro [éste no tan de contenta], le miraba chapotear y
zambullirse y nadar a todos lados.
Después de un
rato, él había vuelto y yacía a su lado. Había traído un enredo de algas - de
ese tipo con las burbujas - y los dos buscaban por las algas y reventaban las
burbujas entre los dedos. Hacía bastante calor y Martha también se había
quitado la ropa, y la tenía de cojín debajo de la barbilla.
Cuando ella
decidió que no quedaban burbujas que reventar, se incorporó y miró hacia la
mar. Entonces miró la playa y los acantilados que la rodeaban. Hundió las manos
en la arena fina y seca y las levantó llenas de arena, que dejó escurrir por
los dedos y caer a la espalda de Jeb, donde se pegó. Volvió a coger arena y
repitió. Dentro de poco Jeb estaba cubierto de pies a cabeza en una capa fina
de la arena. Martha se rió.
“¡Pareces
estar frito en pan rallado!”
“Ahora te
toca a ti,” dijo Jeb, y Martha se echó, mientras Jeb se puso de rodillas a su
lado y empezó a verterle arena a la espalda en un chorrito muy fino.
“¡No se te
pega!” se quejó. “No tienes la espalda mojada.”
“¡Pero no
pares!” suplicó Martha, “que me gusta. Es como cosquillas... No...” se
corrigió. “Es como si alguien me soplara a la espalda, muy ligeramente... y
caliente. Mmmmmmmmm... ¿Jeb?...” siguió, “¿Podrías... podrías enseñarme a
nadar?...
“Quiero
decir,” añadió, “que parece que no haya otro camino que llegue a esta playa
aparte de ese sendero difícil. Y no creo que nadie venga aquí aparte de alguna
oveja, así que mi padre nunca tendría que darse cuenta... O, Jeb, ¿lo harás?”
Jeb siguió
escurriendo arena: espalda arriba, espalda abajo, y no le contestó durante un
rato. “Bueno,” dijo por fin, “si tú me enseñas a leer...”
Martha se
volvió boca arriba y, haciendo visera contra el sol con un brazo, miró a Jeb.
Fue la primera vez que le había oído decir que quisiera saber leer, y le sorprendió,
pero asintió rápido. Así que en las excursiones siguientes a la playa Martha
llevaba libros, papel, y palitos de carbón para escribir. Y durante una hora o
así enseñaba a Jeb a leer y escribir. Entonces le tocaba a él enseñarle a ella
a nadar. Mantenían secretas las lecciones, y nunca llevaron a nadie a la playa
[aparte, por supuesto, de Alice. A Alice le encantó la playa. Siempre le había
gustado nadar, pero el rey no toleraba que los que trabajaran para él fueran a
nadar en el estanque del prado, así que Alice llevaba muchísimo tiempo sin
poder nadar.]
A veces, de
noche, Jeb subía a la ventana de Martha y tenían clases también allí de leer y
escribir. Martha también le enseñó a jugar a calvitos, lo cual él encontró
difícil al principio, pero llegó a ser buen jugador.
Y entonces, un día cuando
tenían quince años, todo tuvo que acabarse. Llamaron a Jeb en la vaquería y le
mandaron aparecer delante Sus Majestades ¬ ¡y
corriendo!
Cuando entró
en la sala de tronos, Jeb vio al rey y la reina sentados en los tronos y con
aspectos enfadado [el rey] y austeramente confundido [la reina]. Martha y Alice
estaban de pie, una a cada lado y algo detrás de la pareja real. Parecían
trastornadas y algo espantadas.
“¿Será éste
el chico, ese Judd o Jeb o lo que sea?” gruñó el rey.
“Mi nombre es
Jeb, Su Majestad,” contestó Jeb, inclinándose.”
Tu
nombre es Jeb ¿eh?” rugió el rey. “Bueno, chico, se nos ha llegado un informe
de que tú y la princesa Martha habéis sido vistos nadando en el mar... ¡y desnudos además! ¿Será verdad, CHICO?”
“S-sí, Su
Majestad, lo es,” dijo Jeb con las orejas rojas: no por vergüenza a nada que
hubiera hecho, sino porque le estaba gritando el rey.
“S-sí, Su Majestad, lo es,”
le imitó en tono burlón el rey. “¡Y tú!”
gruñó a Alice. “Tú eres su madre y además
la niñera de la princesa. ¿Tú sabías de esto, o es que no les vigilabas mucho?”
“Yo no veo
nada malo en ello, Su Majestad,” contestó Alice. “Han crecido juntos... Yo les
bañaba juntos cuando eran pequeños...”
“¿¡¿Tú QUÉ?!?” gritó el rey
mientras que la reina se mostró horrorizada. “No, no lo repitas: ya lo hemos
oído. ¿Y con permiso de QUIEN?”
“Yo no veía
nada malo en ello,” repitió Alice.
“Ningún mal, ¿eh?” gruñó el rey. “Pues ¡ya ves a
donde les ha llevado! ¡Verse desnudos a su edad! ¿¡Suponemos que no ves el mal
en eso!?”
“Ya os he
dicho que no, Su Majestad,” dijo Alice trémula y valiente. No añadió que ella
misma iba a menudo a nadar con ellos. No creía que mencionarlo ayudara nada a
la situación.
“¡Menuda niñera para una
princesa!” dijo con desprecio el rey, y volvió a Jeb. “... ¿Y suponemos que tú
nos dirás que la cosa no habrá ido más lejos que esto?”
Jeb echó un
vistazo furtivo y rápido a Martha [quien le hizo un pequeñísimo movimiento de
la cabeza: no] y contestó: “No, Su Majestad, o sea, sí, Su Majestad.”
“¿No, Su Majestad, sí, Su
Majestad? ¿Qué querrás decir, chico?”
“Sí que digo
que no ha ido más lejos... quiero decir que sí pasamos un poco de tiempo
juntos, siendo amigos...”
“Sssí. Hemos hecho algunas
preguntas y nos parece que los dos pasáis un poco demasiado tiempo juntos y que en fin sois demasiado amigos a nuestro parecer. Pues, tú trabajas en el
establo, ¿no es así, chico?”
“En la
vaquería, con su permiso, Su Majestad...”
“Establo,
vaquería, ¿cuál es la...? ¿¡Qué tipo de amigo es eso para una princesa!?”
Volvió a Martha: “Tú, mi querida, ¡que dejes de entablar amistades con los
sirvientes! De ninguna manera es el comportamiento que quede bien para una
princesa. Tendremos que encontrarte algunas damitas apropiadas para servirte de
damas de honor.”
“Creo,”
interrumpió la reina, “que tanto el duque de Markham como el conde Corar tienen
hijas bien presentables...”
“Vale, vale. Mandaremos
mensajeros a decir que pueden tener los puestos. “Tú,” miró a Alice, “seguirás como niñera hasta la llegada de las
dos damitas y entonces podrás volver a lo que sea que hacías antes de ser
niñera. Ah... ¿qué era lo que hacías?”
“Trabajaba en
la vaquería, Su Majestad.”
“¿En la vaquería, eh? Como
tu hijo... Y hablando de él...” dijo el rey volviendo a Jeb. “Tú, tú, chico, irás con el mensajero al
castillo del duque de Markham. Y si él
no tiene ningún empleo para ti, pues tendrás que arreglártelas. No querremos
volver a ver tu cara por aquí. Ahora ¡márchate!”
“¡No, padre:
espera!” estalló Martha. “¿Por qué le tienes que castigar a él? No era su
culpa. Yo le mandaba pasar tiempo conmigo porque no tengo otros amigos.” No
pensaba decirle nada de sus otros amigos en el pueblo.
“Pues tendrás otros amigos
en el futuro, te lo aseguramos. Así que ya no le necesitarás. ¿Y de dónde viene
eso de castigarle? Le mandamos a Markham, donde seguramente habrá muchas
oportunidades para un joven como él.” El rey se permitió una sonrisa hipócrita.
“Y además, si su madre va a volver a su antiguo oficio, tendremos que hacerle
sitio. No,” dijo, alzando una mano para impedir otra interrupción, “ya hemos
decidido. Un día te darás cuenta que hemos hecho lo mejor. ¡Ya hemos dicho que
podías irte, chico!”
Jeb se
inclinó y, antes de girarse, miró a Alice y Martha y les sonrió para
alentarles. Las dos estaban muy pálidas.
Mientras Jeb se alejaba, el
rey volvió otra vez a Alice y le dijo: “Bien, hasta que lleguen las nuevas
damas de honor de la princesa, queremos que le vigiles mucho más atentamente.
No queremos más problemas de este tipo, o habrá problemas también para ti, ¿comprendes? ...Bien. Ahora las dos
podéis iros... No,” [a Martha, que había vuelto para salir de la misma puerta
que Jeb] “creemos que sería mejor que no
le vieras antes de que se vaya. Podrás pasar el resto del día en tus aposentos.”
Señaló para que uno de los guardias viniera del lado de la sala y le dijo: “Que
nos vengan dos de los mensajeros reales. Y que alguien se asegure que la
princesa Martha no salga de sus aposentos.”
Durante el
resto de ese día Martha, encerrada en sus cuartos, no podía concentrarse en
nada. Intentó leer, empezó a coser, intentó interesarse en una maqueta de una
aldea que había estado construyendo. Pero no aguantó más que cuatro o cinco
minutos con ninguna de estas ocupaciones. Pasó la gran parte del tiempo en
andar por el cuarto o en asomarse por la ventana. No vio a Jeb, pero tampoco
había contado con ello. El camino que él y el mensajero seguirían a Markham
estaba al otro lado del palacio. Sí que vio al otro mensajero rumbo al castillo
del conde Corar, pero esto no sirvió para alentarle.
Mientras
tanto Jeb había estado recogiendo sus cosas y pasando unas últimas horas con
Alice, antes de partir para empezar una vida en un nuevo lugar. ¡Y qué lugar!
Pues siempre llegaban al palacio noticias de los disturbios en Markham. Andaban
bandidos por los montes y los bosques, y casi nunca se dejaron atrapar. Los
soldados del duque fueron atacados una y otra vez cuando patrullaban por el
campo. ¡Era un lugar peligrosísimo por todo lo que se oía! Y Alice estaba muy
preocupada.
“Pues no te
preocupes, Alice,” dijo Jeb abrazándole. “Yo puedo cuidar de mí. Eso ya
sabes... Es sólo que me pone triste dejaros aquí a ti y a Martha.”
“¡O Jeb! ¡No
vayas! Podrías largarte y esconderte cerca de aquí. Entonces podríamos vernos.”
“¿¡Desobedecer
al rey!? En ese caso sería un forajido, cazado como un animal. No, mi querida:
tendré que ir. Pero volveré un día cuando el rey ya me haya olvidado.”
“Pues
entonces yo iré contigo...”
“No, no creo que puedas. El
rey te ha mandado cuidar a Martha hasta la llegada de aquellas damas. No te
permitirá marcharte. Y si te vas sin su permiso, tú serás forajida... Además, tendremos que ir a Markham a caballo y
el rey nunca te prestaría a ti un caballo para el viaje. Quédate aquí y cuida a
Martha... Escucha, este mensajero con quien me voy es un buen tipo. Le conozco
de hace años y es él que suele llevar los mensajes entre aquí y Markham. Pues,
yo le daré cartas para ti: tú dile a Martha que te las lea. Y si quieres
decirme algo a mí, pues díselo a Martha y ella me lo escribirá, tal como si
estuvieras hablando conmigo en el mismo cuarto. Entonces, lo que escribe, tú
dáselo a este mismo mensajero, y yo sabré como estáis y todo lo que está
pasando aquí. Pero no le dejes al mensajero saber que Martha tiene una mano en
esto de las cartas; que eso podría traernos problemas que no necesitamos.”
Poco después,
el mensajero entró para decir que todo estaba listo. Jeb volvió a abrazar a su
madre y le besó muchas veces. “Dile adiós a Martha para mí y dale este beso...
Bueno, pues, cuídate...”
Con lágrimas
en los ojos cogió su saco, salió al establo, montó un caballo, y siguió al
mensajero, fuera del palacio, rumbo a Markham.
{Fin de Capítulo 1}
Capítulo 2
Martha estaba aburrida. Sus
dos compañeras nuevas habían llegado: lady Caroline, la diecisiete añera hija
de los duques de Markham; y lady Isabel, la catorce añera hija del conde Corar
[viudo desde hacía cinco años.] Martha encontraba su compañía molesta. Paseaban
juntas en los jardines del palacio pero, cada vez que Martha proponía dar un
paseo fuera del palacio, Isabel preguntaba por qué tenían que andar cuando
podrían ir en carruaje; y Caroline empezaría a hablar de los bandidos y de la
gente horrible y sucia que vivía allí afuera.
“Mi padre
dice que a esa gente no les gusta estar limpios. Prefieren estar sucios. Y nos
podrían contagiar con enfermedades.”
Ni corrían ni jugaban ni
gritaban... e incluso no parecían aguantar más de media hora al día de paseo en
los jardines. Cuando Martha sugirió que se leyesen cuentos, descubrió que a
Isabel no le gustaba leer, y que Caroline ni sabía leer.
“Mi padre
dice que las damitas no tenemos necesidad de saber leer. Dice que cuanto más
aprenda una dama, menos agradable es su compañía. Mi padre dice que ya tenemos
suficiente con saber bordar, ser encantadoras y bonitas.”
Mi padre
dice, mi padre dice. Martha pronto dejó de contar las veces por día que
Caroline dijera “mi padre dice...”
E Isabel
siempre estaba hablando de qué ricas las cosas, qué caras, cuanto oro, qué
grandes las joyas. Cuando juntas bordaban, Isabel siempre usaba más hilo de oro
que de cualquier otro tipo. Sus diseños no eran ni muy interesantes ni bonitos
pero sí que tenían mucho mucho hilo de oro.
Cuando Martha
sugería inventarse cuentos para contarse, los cuentos de Isabel eran siempre
llenos de princesas con cabellos largos y dorados, y pasaba mucho tiempo en
describir los encajes preciosos y las joyas que llevaban. Siempre parecían
llevar tanto oro y plata que Martha se preguntaba cómo podían moverse con tanto
peso encima. Y siempre les estaban rescatando de torres o de dragones unos
apuestos príncipes encantadores que llevaban armadura de oro y cabalgaban sobre
caballos blancos como la nieve... Los cuentos de Caroline solían tratar de
caballeros que rondaban matando bandidos [y rescatando a bellas damas, por
supuesto].
Martha
preguntó a Caroline sobre Markham y oyó de un paisaje salvaje donde era
altamente arriesgado viajar sin veinte o más soldados de escolta.
“Mi padre
dice que esos bandidos lo mismo podrían cortarle la garganta a uno que mirarle.
Dice que les cortarían las orejas a sus propias abuelas si pudieran venderlas
por un par de céntimos. Mi padre dice que nos matarían a todos mientras estamos
dormidos si el castillo no fuera tan bien construido y tan bien guarnecido.”
Martha volvió
a preocuparse por Jeb en un lugar tan peligroso.
Continuaba
los estudios con William e invitó a las otras dos a ir pero a éstas no les
interesaba. Y la verdad es que Martha se alegró porque significaba que sus
mañanas, al menos, estarían libres de “mi padre dice” y de hablar de riquezas.
A veces por
la noche Alice, después de acabar la faena, venía y llamaba bajo la ventana de
Martha. Y ésta bajaba a ella. Juntas daban paseos a la luz de la luna, y
hablaban y hablaban. Pero Alice tenía bastante pronto sueño y tenía que volver
a casa a dormir porque tendría que madrugar y trabajar todo el día.
No muy a menudo, pero sí de
vez en cuanto, Alice tenía una carta de Jeb en Markham. Llevaban la carta y
unas velas al otro extremo del pomar donde Martha leía la carta en voz baja
mientras Alice le escuchaba; y hablaban y hablaban y hablaban de la carta y de
Jeb. Estas noches Alice estaba tan excitada que parecía que su cara ardía con
un calor que le quemara el cansancio. Y - mucho más tarde de lo habitual - era Martha quién al fin tenía que volver a
sus cuartos, agotada y somnolienta. Y Alice paseaba sola por el pomar durante
horas, mirando y volviendo a mirar la carta de Jeb, aunque no sabía leer ni una
palabra...
Las primeras
cartas trataron de Jeb mismo: lo que hacía, su nueva faena. Le habían puesto a
trabajar en la cocina del castillo como marmitón: a fregar platos, cacerolas, y
ollas; sacar afuera los desechos; llevar calderos de sopa, bandejas grandes de
carne, y jarras de vino al comedor de los soldados; fregar el suelo; y dar
vueltas a los espetones con cerdos enteros asándose.
Luego,
mientras iba conociéndoles mejor, también escribía de los demás trabajadores de
la cocina y de los otros que compartían su dormitorio [había cuatro camas en él
y tres o cuatro chicos por cama]. Algunos, como Jeb, trabajaban en la cocina,
mientras otros en los establos, la armería o la fragua.
De estos chicos Jeb empezó a oír como era la vida en Markham. Escribió
que la mayoría de ellos tenía historias de algún conocido que había sido robado
o azotado o incluso matado - no por bandidos sino por soldados del duque -. La
gran parte de la gente parecía vivir con el miedo de que, en cualquier momento,
unos soldados pudieran aparecer, a robar gallinas o cabras, o comida de la mesa
misma. Y escuchando a los soldados mientras comían, Jeb oía más o menos la
misma historia: pero contada esta vez ni con ira ni con susurros de miedo, sino
con chistes y risas... “Entonces el desgraciado dice: ‘¡No puede tratar a mi
cerdo de esta manera!’ Y el capitán dice: ‘¿Que no? ¿Quién me lo dice? Tonto
perdido, te puedo tratar a ti de esta
manera.’ Y empuja al viejo desgraciado en el barro y empiece a golpearle a él con el bastón. ¡Ja ja ja! ¡Eso sí que
era bueno!”
Un par de
veces Jeb vio al duque mismo, cuando éste bajó al comedor de los soldados para
dar nuevas órdenes y contar chistes con los soldados. Jeb escribió que el duque
era tan cruel como sus hombres. Una vez dio una patada a un sirviente que
llevaba una bandeja de carne y estaba lo bastante descuidado como para meterse
en el camino del duque. Entonces el duque mandó azotar al sirviente por dejar
caer al suelo la carne. Los soldados parecían tenerle al duque una mezcla de miedo,
admiración, y envidia.
Jeb oía
también de los rebeldes [o bandidos, o forajidos] que de vez en cuando atacaban
una patrulla de soldados. Algunos de los chicos hablaban de ellos con
admiración, mientras que los soldados hablaban de ellos con un desprecio
fingido, teñido de miedo. Pocos rebeldes se dejaron capturar. Y éstos serían
torturados y matados sin dar ninguna información que ayudara a la captura de
otros. Al parecer eran personas normales que habían dejado sus hogares para ser
forajidos. Según los soldados, eran ladrones y asesinos sin piedad, pero los
chicos decían que estos forajidos nunca atacaban a gente corriente: sólo a
soldados y a agentes de impuestos.
“El duque
debe coger impuestos y mandar una parte al palacio del rey,” explicó un chico,
“pero coge muchísimo más de lo que debe hacer, para quedárselo.”
Otro chico
contó como su familia había dado refugio a una forajida por una noche. “Nos
dijo que si los soldados oyeran hablar de ello, que les dijéramos que nos había
forzado a ayudarle y que ella había robado la comida. ¿Entiendes? Si los
soldados descubren que has ayudado a un forajido, te castigan fuerte...”
Jeb escribió
todo esto a Martha y Alice, con otras noticias suyas.
Y entonces
las cartas dejaron de llegar. El mensajero dijo a Alice que no había visto a
Jeb en sus tres últimos viajes pero que esto no era de extrañar. Tenían un
escondijo detrás de los establos donde él dejaba las cartas de Alice para Jeb y
recogía las de Jeb para Alice, por si les era imposible verse a solas. Lo extraño
era que Jeb no había recogido las últimas dos cartas de Alice, y que no había
cartas suyas dejadas.
Por supuesto
Alice y Martha estaban preocupadas. ¿Qué podría haberle pasado? ¿Estaría en la
mazmorra por alguna razón? ¿Estaría enfermo? ¿Habría perdido el puesto de
trabajo y tenido que irse del castillo? ¿Se habría escapado, quizás para volver
a ellas, tal como había prometido a Alice? ¿O quizás para unirse a los
forajidos? Pero en este caso, ¿no habría dejado una última carta para dejarles
saber lo que pensaba hacer?...
Alice quería
pedir al mensajero que descubriera lo que había ocurrido a Jeb, pero Martha le
dijo que si el mensajero hiciera demasiadas preguntas acerca de Jeb, alguien
podría descubrir lo de las cartas secretas entre ellas y Jeb. Entonces habría
problemas para el mensajero...
“Y no sólo
para él. Si Jeb ya está en líos, esto sólo le metería en más. Y si no está en
líos, esto podría causárselos.”
“Quizás
tengas razón,” respondió Alice, “y sería horrible meterle en líos si todavía no
los tiene... Pero, ¿y si los tiene? ¿No escribiría si no?” Permanecía sentada
durante mucho tiempo, mordiéndose el labio, mirándose las manos. De súbito miró
a Martha y dijo: “Iré a Markham. Iré allí y me enteraré de lo que le pasa.”
“Pero ¿y si
él está en camino hacia aquí? Te dijo que volvería. ¿Qué pasa si ya está de
camino?”
“Nos habría
mandado un mensaje. No: ya me lo he pensado y voy a ir a ver qué le pasa y a
ver si necesita ayuda.”
No había nada
que Martha pudiera decir para hacerle cambiar de idea. Estaba decidida.
“Claro que te
echaré de menos, pero hace dos años que le echo de menos a Jeb, y todo por
culpa de tu padre. Dándonos órdenes, decidiendo nuestras vidas. Ya me basta.
¡Me lo he tragado toda la vida! ‘No puedes hacer esto, tienes que hacer eso. Vete
allá, ven aquí, salta ¡haleop! Tendrás que alimentar a la princesa antes que a
tu propio hijo, y asegurarte que ella haya bebido bastante antes de darle ni
una gota a él.’ Si hubiera tenido menos leche, habría sido Jeb quien iría sin.
Habría crecido débil quizás, o incluso podría haber muerto. Ya les ha ocurrido
a otros así.”
En realidad
Alice se estaba hablando a sí misma, estaba diciendo cosas en voz alta que
siempre había mantenido muy a dentro. Incluso había olvidado que Martha
estuviera allí, hasta levantar la mirada y captar lo que había en los ojos de
la joven.
“¡Ay, mi querido cariño!”
gritó, abrazando a Martha con pasión. “¡No me mires así! No es tu culpa, y
nunca lo ha sido. Tú sabes que te amo
como si fueras mi propia hija. Y tú me amas a mí, y nunca has ido dándome
órdenes. Y me las he arreglado con vosotros dos, y a Jeb nunca le ha faltado
nada. Pero podría haberle faltado por
culpa de tu padre. Y ya no voy a dejarle manejar mi vida de esa manera.”
Ahora estaba
llorando. Y Martha, abrazándole fuerte, lloraba también. Lloraron mucho rato,
silenciosa y profundamente.
Cuando la
tristeza, la pena, la amargura se habían mitigado un poco, empezaron a hablar
de los planes de Alice para ir a Markham. Martha quería darle un caballo pero
Alice lo rechazó, diciendo que sólo llamaría atención a ella y haría más fácil
que la capturaran. Iría a pie, y sin duda podría subir alguna vez en el carro
de algún paisano. Martha sí que le dio algo de dinero.
La noche
antes de la que Alice pensaba marcharse, Martha no podía dormir. Salió por la
ventana y bajó a tierra. Entonces fue en medio de la oscuridad al dormitorio de
Alice. Se metió en la cama de Alice y por fin, abrazando a la mujer mayor, pudo
dormirse.
Después de
marcharse Alice, Martha estaba aún más aburrida, aparte de más triste, y
encontraba aún más desagradable la compañía de las damas de honor. Se escapaba
más y más a menudo del palacio.
A veces iba al pueblo para
visitar amigos allí; pero tenía que estar muy atenta de no ser vista y
reconocida por los soldados del rey. Ya no podía sentarse con grupos grandes de
amigos en la plaza o en la taberna - como había hecho de antaño con Jeb -
contándose cuentos, riéndose de plena voz, o cantando juntos. Ahora tenía que
visitar a los amigos en secreto, encerrados en sus casas, escondidos de ojos
espías... y siempre con el miedo de que pudiera
ser hallada y que se montaría un lío contra sus amigos. Pensaba en las
cartas de Jeb, en los forajidos de Markham que traían peligro a sus amigos y a
sus familias, a cualquiera que les ayudara.
“¡Soy una forajida!” susurró Martha a sí
misma. “¡Soy una princesa forajida!”
Y – como también eran amigos de Jeb y Martha podía
fiarse (¿no lo habían demostrado ya por su voluntad de correr riesgos para
ella?) – les contó a sus amigos lo de los reportajes de Jeb desde Markham. Se
convirtieron en tema de largas conversaciones y de debates, del tipo que le
había gustado tanto a Jeb.
También pasaba bastante tiempo a solas, errando en los
bosques o por los acantilados sobre la mar.
No tardó mucho
que unos soldados de su padre la encontraron de paseo. Le acompañaron al
palacio, donde la entregaron a su padre. El rey se enfadó mucho con ella y la
mandó encerrar en sus cuartos durante una semana entera. Mientras tanto él se
pensaría una solución más duradera para su hija desobediente y terca.
Pocos días
después llegó noticia que el duque de Markham había sido matado, junto con
veinte de sus soldados, cuando intentaron forzar a obedecer a una aldea que se
había negado en su entidad a pagar el impuesto. Según el informe parecía haber
sido una trampa: la aldea estaba llena de forajidos esperando la llegada de los
soldados. Cuando Martha oyó la noticia, se pensó que era más probable que los
aldeanos estaban hartos del tratamiento, de estar apretados, robados, y
golpeados, y que habían decidido defenderse y luchar.
El rey estaba
ultrajado por la noticia. Casi visiblemente tembló por la ira, y mandó reunirse
a todos sus consejeros. Durante seis horas se pasaban sugerencias entre sí,
pero el plan final era más que nada un invento del rey.
Al rey -
igual te habrás dado cuenta - le gustaban mucho los planes que solucionaran dos
problemas de una vez; y estaba muy satisfecho y orgulloso con su presente idea.
Habría un
concurso de destreza, coraje, inteligencia, fuerza y resistencia. Al quien
ganara el concurso se le concedería la mano de la princesa Martha y el ducado
de Markham, que pasaría a ser un reino separado.
Todas las
protestas de Martha fueron en vano. El rey estaba decidido. Como explicó a la
reina, en hacer de Markham un reino en sí y concederlo a otro, Markham dejaría
de ser su problema. Y en mandar a vivir allí a Martha, ésta tampoco sería
problema suyo.
“El tipo de
hombre que sepa reinar en Markham es el mismo que sabrá controlar a Martha.
Ella, como reina - y especialmente como reina de Markham - tendrá que volverse
muy pronto responsable y respetable. Y si no lo haga, ya será problema de su
marido, no mío.”
A la reina
Eleanor no le gustaba el plan, pero sus protestas no fueron tan fuertes como
las de Martha, y pronto acabó - como de costumbre - aceptando como final la
decisión de su marido.
Así que
enviaron mensajeros a cada extremo del reino, con el anuncio del concurso para
la mano de la princesa y el nuevo reino de Markham, mientras que el rey se
encerró durante varios días en sus cuartos, a fin de trabajar los detalles del
concurso.
Cuando Martha
se enteró de la forma del concurso, recobró un poco de ánimo. Sería dividido en
tres pruebas:
La primera
prueba sería llevar una carga muy pesada desde el patio del palacio hasta la
cima de una colina vecina, sin dejar tocar ni una vez la carga al suelo.
Guardias serían apostados por la ruta para vigilar esto. Cualquiera que dejara
caer la carga quedaría fuera del concurso. Sólo concursantes resistentes y
fuertes quedarían para la segunda prueba.
Esta segunda prueba sería
decir al rey lo escrito en un papel que el rey mismo habría escrito y metido en
una caja. La caja sería luego metida en un pozo profundo en la isla de la
bahía, y dos perros guardias del palacio serían dejados en el pozo para vigilar
la caja. El rey mandaría a los pescadores del pueblo que no utilizasen sus
barcas los días del concurso para que los concursantes las pudieran usar para
llegar a la isla. Sólo concursantes diestros y valientes podrían pasar a la
tercera prueba.
La tercera
sería batir al profesor de la princesa, o sea William, en una partida de tres
hombres calvos. Nadie que no fuera diestro e inteligente podría aprobar esta
prueba... y fue precisamente esto lo que le dio un poquito de ánimo a Martha.
Sabía que William era un jugador excelente de calvitos; y quizás nadie podría
ganarle.
Pero, ¿y si alguien
pudiera? Y, de todos modos, Martha odiaba la idea de ser el premio, o una parte
del premio, en un concurso - aún si nadie
ganara -. Continuaba protestando a su padre pero éste estaba resuelto en su
plan. Una vez, cuando ella se quejó de que ella misma no iba a tener ninguna
elección en el asunto, él, esperando callarle, respondió:
“Bueno, he
aquí lo que podemos hacer: si más de uno supera todas las pruebas, tú misma
podrás ponerles una prueba de tu propia elección, para decidir el ganador
definitivo.” Más de esto no concedería, y se cerró a todos los argumentos y
súplicas.
Cuando
Caroline e Isabel se enteraron del concurso [sin saber, por supuesto, cuáles
serían las pruebas: éstas quedarían secretas para la familia real {y William,
que tendría su papel}] se excitaron muchísimo, opinando que el plan era
“¡romántico!”.
“¡Sólo piensa
en todos los príncipes y caballeros y lores que competirán para tu mano!” gritó
Caroline. “¿No estás excitada?”
Sí que Martha
estaba excitada: pero no del modo que lo quería decir Caroline.
“Seguro que
vendrá mi hermano,” añadió Isabel. “Imagínatelo: si gane él, ¡tú y yo seremos
cuñadas!”
Sin embargo,
eso tampoco sirvió de nada para alentar a Martha.
William lo
sentía muchísimo por Martha, pero le dijo que no había mucho que él pudiera
hacer: “Ya he hablado con el rey, para expresarle mi disgusto y mis mayores
protestas. Él respondió que si yo me negara a tomar parte, él pondría a Arthur
en mi sitio. Y - aunque lo diga yo - sería más fácil para los concursantes
ganarle a Arthur que a mí...”
“¡Ay, William! ¡No rehúses
tomar parte!” suplicó Martha. “Si no podemos disuadir a mi padre de esta locura
entera, tú serás mi mayor esperanza.” Pero no dejaron de preocuparse... y el
día del concurso se iba aproximando más y más.
{Fin de Capítulo 2}
Capítulo 3
El rey, de
pie sobre la tribuna que había sido especialmente construida para la ocasión,
hablaba a la muchedumbre de concursantes. Detrás de él estaban sentadas su
esposa y su hija, o sea la reina y la princesa.
La
muchedumbre era grande e incluyó todos los príncipes de los reinos vecinos,
impacientes por un reino propio ¡y ya! para añadir [en casos de los príncipes
primogénitos] al que un día heredarían de sus padres. Los príncipes no
primogénitos no heredarían, claro, ningún reino; pero ¡aquí su oportunidad de
ganarse uno! Daba igual que fuera uno pequeño: de hecho sólo un ducado que se
llamaría reino.
Además de los príncipes,
había una buena cantidad de duques, lores, condes... [no tan sólo estaba el
hermano de lady Isabel, por ejemplo, sino también su padre, el sesenta añero
viudo conde Corar]. También había caballeros y no pocos hombres humildes. ¡Que
un sastre pueda llegar a ser un rey! Era un sueño que podría hacerse
realidad...
Pero cuando
el rey explicó lo que serían las tres pruebas, los presuntos concursantes
humildes se menearon la cabeza. Deberían haber sabido que fuera imposible. O
sea que una de las pruebas sería leer un escrito, ¿y cómo diablos se podría
suponer que ellos - pobres sastres, peones, y pescadores - hubieran aprendido a
leer? O callados o bien gruñendo, salieron del grupo de concursantes, entraron
en la muchedumbre de espectadores, y o guardaban silencio, cabeza abajo, o
contestaron enfada y bruscamente a los otros, sus vecinos y amigos, que se
burlaban del sueño perdido de aquel reino...
El rey había
sabido que esto ocurriría. [Era, de hecho, parte de su plan, para asegurarse
que ningún hombre humilde pudiera casarse con su hija y ganarse una parte del
reino.] Esperó que salieran, y que el grupo de concursantes fuera más pequeño,
entonces siguió:
“Los
concursantes que superen la primera prueba recibirán un anillo de cobre, los
que superen la segunda prueba recibirán un anillo de plata, y él que supere la
tercera prueba recibirá un anillo de oro. Tan sólo él que lleve los tres
anillos podrá casarse con la princesa y reinar en Markham. Si resulta que más
de uno ganase los tres anillos, la princesa Martha les pondrá una cuarta
prueba. Si esta prueba es tan difícil que nadie la pueda superar, si más de uno
la supera... o si la princesa decide no ponerles una prueba, yo mismo elegiré
el ganador.
“El concurso
acabará mañana a la puesta del sol. En aquel momento los tres anillos ya
tendrán que haber sido ganados. La princesa tendrá entonces hasta la mañana
siguiente para decidir su prueba... Que se empiece.”
Y se empezó.
Para la primera prueba sólo se habían preparado veinte cargas pesadas, y
quedaban más de cien concursantes todavía con esperanzas, así que echaron
suertes para decidir el orden de empezar. El rey les explicó que podrían probar
la carga e intentar levantarla más de una vez; pero que, una vez salido por el
portal del palacio, no habría regreso: sólo llegando a la cima de la colina sin
dejar caer la carga podrían seguir con el concurso.
De los veinte
primeros, dos no podían ni levantar la carga, y abandonaron el concurso. Como
dijo uno de éstos [el conde Corar, por ser preciso]: “¿¡De qué me sirve matarme
en el intento de ganar!?” Sus puestos pasaron a otros dos. Algunos dejaron caer
la carga una, dos, o hasta tres veces: pero como todavía no habían pasado por
el portal, podían volver a levantarla y seguir con la prueba.
Tres tuvieron
la mala suerte de dejar caer la carga poco más allá del portal y así perdieron
su oportunidad. Se dejaron teñir el pulgar izquierdo con tinta púrpura, para
asegurar que no podían empezar de nuevo. Ya había bajado el número de
concursantes...
De la primera
veintena, sólo nueve llegaron con su carga a la meta, donde el capitán de la
guardia palacial les esperaba con los anillos de cobre. Cada uno, una vez
recibido su anillo, corrió a la mar, donde las barcas pesqueras esperaban sobre
la playa. Las cargas, mientras tanto, fueron transportadas por carro al
palacio, donde más concursantes guardaban su turno.
En la sala de
tronos estaba sentado el rey, con Martha y la reina Eleanor, una a cada lado.
El primer concursante entró cojeando y con manchas de sangre en el pantalón.
Hizo una reverencia al rey, otra a la reina, y otra a la princesa.
“Bueno,” dijo
el rey. “¿Qué dice el escrito?”
“El escrito, Su Majestad,
dice ‘La princesa Martha podría pronto ser mía.’ ” E hizo un guiño en dirección
de Martha.
Martha se
notó enrojecer y se preguntó si fuera más ira o más humillación lo que sintió.
Empezó a protestar ya una vez más a su padre, pero éste hizo caso omiso de su
protesta y asintió con la cabeza al concursante.
“Es cierto,”
le dijo. “Adelante.” Le otorgó un anillo de plata y le despidió. Con lo que
podía pasar a la tercera prueba, la partida de calvitos contra William. Aquí se
encontraron las esperanzas de Martha y ésta salió para ver la partida. William
ganó con facilidad y las esperanzas de Martha empezaron a subir.
Abajo en la
playa, mientras tanto, había novedades. El quinto concursante que bajó de la
colina aprovechó la ventaja que llevaba al sexto y - antes de que llegara éste
- agujereó tantas barcas como pudo. Luego, de vuelta de la isla pero antes de
llegar a tierra, hundió su barca y nadó hasta la playa. Pronto otros le
siguieron el ejemplo. Cuando habían vuelto de la isla trece concursantes, todas
las barcas ya estaban fuera de servicio. Todo el que llegara más tarde tendría
que nadar a la isla. Y ¿si no sabía nadar? Pues, ¡mala suerte, hombre!
Cuando el rey
oyó de esta estrategia nueva, le encantó. “La prueba de inteligencia debía ser
la tercera,” dijo riéndose, “pero ¡parece que algunos concursantes ya se están
mostrando muy listos! Esto debe hacer más difícil aún el concurso, y supongo
que habrá menos concursantes para la tercera prueba.”
Algunos de
los concursantes que no sabían nadar, y así no llegarían sin barca a la isla,
estaban ofreciendo sumas grandes de dinero a los carpinteros del pueblo para
que repararan las barcas.
Cuando el rey
ya había otorgado veinticuatro anillos de plata, ocurrió otra cosa. El
concursante vigésimo quinto, caballero, aún húmedo después de su natación [a
pesar de que se hubiera secado tanto como pudo], entró con un aire muy nervioso
e hizo sus reverencias.
“¿Y cual es
el mensaje?” le preguntó el rey.
“El
mensaje... es... El mensaje, Vuestra Majestad, es...” y el caballero tragó
saliva antes de seguir: “es ‘El rey es un bobo.’ “
“¿¡¿QUÉ?!?” rugió el rey, furioso.
“¡Guardia! Que este payaso se encierre en la mazmorra.” ... Y el caballero se
vio arrastrado por dos guardias.
Pero a partir
de este momento, la respuesta siempre sería la misma: “El rey es un bobo.”
Cuando Martha oyó los rumores que algo de extraño había pasado, dejó de mirar
la partida de ese momento y corrió a la sala de tronos. Y cuando oyó el mensaje
nuevo, se le escapó una risa, la cual supo transformar en tos, a la vez que el
rey clavó en ella sus ojos llenos de fuego.
“Pero,
Querido,” sugirió la reina, “es obvio que alguien ha cambiado el papel por un
otro, y que cualquier que venga ahora con el mensaje nuevo al menos habrá
demostrado que ha llegado a la isla y leído el único mensaje que hay allí.
Siendo así, ¿no debería considerarse que ha cumplido la prueba?”
“¡Nunca! ¡De
ninguna manera con ese mensaje!” le contestó el rey, reventándose.
Martha cobró aún más ánimo.
Esto significaría todavía menos concursantes para la tercera prueba, y así
menos probabilidad de que hubiera un ganador. Tan sólo veinticuatro habían
superado la segunda prueba, y de éstos, ocho ya habían perdido la partida de
calvitos contra William... Sin embargo, ella consideraba bastante curioso el
hecho de que los concursantes recientes, los cuales habían repetido de buena fe
el mensaje que habían leído en el papel, se tratasen como fallados, mientras
que el delincuente de verdad [él que había hecho trampa e insultado al rey con el mensaje nuevo] se podía suponer que sería
uno de esos veinticuatro aprobados, y podría ganar. [Al menos se había liberado
de la mazmorra al pobre caballero: hasta el rey tenía que reconocer que no fue
culpa suya el leer el mensaje falso - sin pensar en los hijos mayores de dos
duques ni en el príncipe de un reino vecino, los cuales {entre otros} también
habían repetido el mensaje falso. Si hubiera mandado encarcelar a éstos, se hubiera creado bastantes
problemas para sí.]
Se dejó
proclamar que el mensaje en la isla se había cambiado y que ya no valía la pena
descubrirlo. A oír esta noticia, los concursantes todavía en la playa,
esperando la reparación de las barcas, soltaron un rugido grande, al igual que
los que estaban acabando - o bien a medio acabar - la primera prueba. Pero la
decisión del rey quedó inflexible.
Ahora todo dependía de
William. En camino de vuelta a la tabla de calvitos, Martha esperaba que él no
le fallara. Pero, llegada allí, vio que todavía se jugaba la misma partida que
ella había dejado cuando fue a la sala de tronos. A William le había costado
menos tiempo batir a todos los
concursantes previos que lo que duraba esta una partida. La partida duró
todavía una hora más... y fue William quien la perdió. A Martha se le cayó el
corazón al suelo. Lady Isabel estaba por los cielos - el ganador no era otro
que su hermano.
Así que había ocurrido.
Había un ganador. Martha miró alguna partida más pero se sentía demasiado
entumecida para prestarles atención. Ya no importaba que William batiera a los
cuatro siguientes en tan sólo una hora. William le miró a ella, y ella pudo leer
en sus ojos que él se sentía culpable de fallarle. Ella le señaló, también con
los ojos, que no era culpa suya, pues ella sabía que él había hecho todo lo
posible.
Al anochecer,
de los veinticuatro que habían superado la segunda prueba, diecinueve estaban
ya fuera del concurso, dos llevaban los tres anillos, y tres quedaban aún por
jugar a calvitos. El rey había mandado mudar la tabla de calvitos a la sala de
tronos, donde él pudiera ver las partidas.
Entonces sir
Rodney, uno de los últimos tres concursantes, hizo algo que dejó asombrados a
todos. Apenas empezada la partida de calvitos, se puso de pie de un salto, sacó
un bastón escondido entre los pliegues de su manto, y empezó a golpear a
William por la cabeza y los hombros. Todos se pusieron de alboroto. Sir Rodney
se encontró inmediatamente sujetado por cuatro guardias, mientras el rey gritó:
“¿¡Qué demonios significa este ultraje!?”
Sir Rodney
esperó hasta amenguar el alboroto. Entonces hizo una reverencia [tanto como
pudiera sujetado como estaba] y dijo:
“Tened la
bondad de escucharme, Vuestra Majestad. He superado dos pruebas y hacía falta
superar la tercera para poder ganarme la mano de la princesa. Pues, muy bien
sabía que no tenía ni la menor posibilidad de ganar una partida de calvitos
contra este anciano. Si apenas lo sé jugar. Pero, como Vuestra Majestad
recordará, la tercera prueba era de batir al profesor real a una partida de
tres hombres calvos. Vuestra Majestad, estuvimos en una partida de tres hombres
calvos y, como acabáis de ver, he batido al profesor real.”
El rey,
ceñudo, consideró este argumento durante un tiempo. Entonces soltó una risa.
“Bueno,”
dijo, “la tercera prueba debía ser una prueba de inteligencia, y esto sí ha
mostrado una cierta inteligencia mañosa y artera… y bien podría ser exactamente
lo más apropiado para reinar en Markham. Adelante a por tu anillo de oro.”
Martha [que había corrido
al lado de William y había estado comprobando que éste – aparte de estar
aturdido – no había sufrido gran daño] oyó las palabras del rey como ofuscada.
Ahora, furiosa y con todo el color huido de su cara, gritó: “¿¡Cómo puedes!? ¡Me moriría antes de casarme con
este… este…!” Pero no encontró ni una palabra capaz de describir al agresor de
William. Mandó a la cama de inmediato a William y anunció que ella también se
iba a retirar. Y que no le llamaran a ella el día
siguiente para que hiciera de testigo de ni un minuto más de este espectáculo.
“Y,” concluyó
“si William no está en condiciones mañana, ya podéis dar el anillo de oro
también a los dos últimos. No permitiré que saquéis a William de su cama si no
está perfectamente bien.”
Y con esto se
fue. Cerró su puerta con llave desde dentro y no dejó entrar a nadie: ni
siquiera a su madre. Su padre ni lo intentó…
Se notó que
había luz en sus cuartos hasta muy entrada la noche, y al día siguiente no bajó
ni a almorzar ni a comer al mediodía. Por aquello de William, al día siguiente
se sentía de todo bien y no tuvo ningún problema en ganar las dos últimas
partidas.
A medía
mañana hubo una sorpresa. Corrió la voz de que se había presentado un nuevo
concursante. Un concursante que no tenía pinta de ser ni príncipe, ni duque, ni
siquiera caballero, como que iba vestido de ropa ruda y remendada en varios
puntos. Tenía que haber venido de lejos, dijeron los unos a los otros, porque
iba cubierto de polvo y barro. Y no podía ser un rico con aquel corte haraposo
de pelo y de barba.
Pero sin
embargo pidió ver al rey, pidió ser aceptado como concursante para la mano de
la princesa.
“Ya sé que
vengo tarde, Su Majestad, pero es largo el camino que he recorrido. Entiendo
por la gente que he visto que tengo hasta la puesta del sol para acabar con las
tres tareas.”
“Y esta gente
¿te dijo qué son las tres tareas?”
“Sí, Su
Majestad, ya sé qué son.”
“Y ¿no te
dijeron que ya no vale la pena intentarlo, siendo cambiado el mensaje en la
isla, que sólo aceptaremos el original?”
“Eso también
he oído, Su Majestad, y que todos dicen que no quedan esperanzas. Pero yo no
creo en perder la esperanza. Quizás tengo un talento para leer mensajes que ya
no están. Eso sería útil en Markham, ¿no lo cree, Su Majestad?”
“Oír que
sabes leer de manera cualquiera ya me sorprende. Muchos como tú se retiraron
del concurso por no saber leer. ¿Dónde lo has aprendido?”
“De un amigo,
Su Majestad. Y no creo que haya muchos como yo.”
Tenía una respuesta a todas las preguntas del rey y éste no vio razón
para negarle intentar las pruebas. No había manera alguna que ganase, pero esto
era problema suyo, no el del rey. Así que el rey mandó llevar al nuevo al
patio, donde le enseñaron las cargas.
“¿Y tengo que llevar una de éstas a la cima de aquella colina? Pues eso
ya será fácil…”
Vaciando el saco que llevaba al hombro, puso una carga dentro y lo subió
de nuevo al hombro. Entonces salió, despacio pero con certeza, rumbo a la
colina. El rey reconoció la maña de usar el saco. Bueno, no había ninguna regla
en su contra. Mandó a dos guardias a acompañar al concursante nuevo, para
asegurar que no dejase caer el saco con la carga antes de llegar a la cima.
Después de algún tiempo estaban de vuelta, y se le dio un anillo de
cobre. Entonces, a por la segunda prueba. Pero antes de bajar a la playa, miró
a la ventana de Martha. Pero ¡¿cómo sabría un desconocido como éste cual era la
suya?!
Ya
había corrido la noticia del recién llegado, y todos los del pueblo, junto con
muchos de los concursantes – o exconcursantes – estaban en la playa para verle
averiguar que ninguna barca era capaz de flotar, antes de lanzarse al agua y
nadar a la isla. Había un susurro de especulación entre la gente mientras
esperaban la vuelta del extranjero. Pero ¿¡cómo podría leer un mensaje que ya
no estaba!?
Y entonces le vieron gatear por las rocas, viniendo de otro punto de la
costa. Debía haber nadado un curso más largo de vuelta. ¿O le había llevado una
corriente marina?
“¿Cuál es el mensaje? ¿Cuál es el mensaje?” gritaron los del pueblo,
mientras se arremolinaron a la figura mojada que subía el camino hacia el
palacio.
Pero vino la respuesta: “El verdadero mensaje puedo decírselo sólo al rey
en privado. El mensaje que ahora está allí, que no vale nada,” hizo una pausa,
“en cuanto al concurso, es ‘El rey es un bobo.’ “
A oír esto la muchedumbre bramó de risa porque, aunque habían oído que
alguien había cambiado el mensaje, hasta este momento nadie había delatado ni
el original ni el sustituido. ¡Estaban todos a favor de este recién llegado!
El rey le recibió en privado y le oyó decir que el mensaje original y
verdadero era: “La princesa Martha podría pronto ser mía.” No llegó a entender
como el extraño lo hubiera descubierto, pero le otorgó un anillo de plata, y
allá a la tercera prueba.
Al sentarse a la tabla de calvitos y enfrente al profesor real, esta
persona tan misteriosa le miró con atención y le preguntó: “¿Estarás recuperado
después de la paliza de ayer, amigo mío?”
William levantó la mirada con sorpresa y miró fijamente en la cara
oscura frente a la suya un rato antes de contestar: “Sí, de todo recuperado,
gracias, amigo… ¿Queremos empezar?”
Fue otra partida muy larga, y el rey la miraba con interés. Había un par
de momentos en los que se preguntó si la paliza del día anterior no habría
afectado a William más que éste había admitido, porque hizo unas jugadas algo
extrañas. Al parecer, el concursante también se sorprendió y contempló posibles
trampas en preparación, pero acabó aprovechando estas jugadas extrañas de
William. Después de dos horas se acabó la partida, y el rey tuvo que conceder
el tercero, el anillo de oro.
La gente afuera se había puesto inquieta. Cuando oyeron esta noticia, se
levantó un fuerte grito de alegría. ¡Que uno de los suyos, un joven común, se
había ganado los tres anillos! Ahora todo dependía de la prueba que les pondría
la princesa… Pero ella no sabría nada del recién llegado éste. Sabían [porque
la noticia se les había filtrado] que la princesa había estado todo el día
encerrada en sus cuartos.
Al anochecer el rey mismo fue a la puerta de la princesa y la golpeó con
fuerza. “Ha llegado el anochecer: ha pasado el término, y son cuatro los que
han superado las tres pruebas.” No hubo respuesta. “Como no tengas una prueba
para ellos mañana por la mañana, soy yo quien elegirá el marido para ti…”
Todavía no hubo respuesta, y el rey descendió enfadado a la sala comedor. Pues,
al menos iba a quitarse de encima esa hija tan testaruda. Y bien pronto…
Dos horas más tarde, Martha abrió su puerta y pidió que se le trajera a
sus cuartos una cena. Cuando la sirvienta se la trajo, Martha le preguntó
acerca del alboroto que había visto antes desde su ventana. Así es que oyó del
concursante misterioso. Mostró mucho interés e hizo a la sirvienta todo tipo de
preguntas sobre él, lo cual sorprendió a la sirvienta, pues Martha nunca había
mostrado tanto interés positivo en el concurso ni en los concursantes. [A decir
la verdad, Martha le había hecho lástima a la sirvienta, igual que a muchos del
palacio, porque era muy apreciada de todos, y sabían cuanto se oponía al asunto
entero.] Después de cenar y de escuchar todo lo que la sirvienta le podía
contar, Martha le pidió que esperara mientras escribía un mensaje para el rey:
Se
lo había pensado y estaba dispuesta a ponerles una prueba a los concursantes y
a ir a Markham con el ganador, si a cambio el rey le concedía dos favores. Que
dejara que William – y cualquiera otra persona del palacio o del pueblo que lo
quisiera – le acompañasen a ella a Markham y viviese allí. Y que le
proporcionara un caballo a cada una de estas personas, además carros
suficientes para llevar sus bienes. Por otra parte, así no haría falta darle
una escolta de soldados.
Le recordó que él bien podría prescindir de William, pues éste era
viejo, y además ya no haría falta un profesor para ella. En cuanto a tener en
el palacio a un jugador excelente de calvitos, varios de los concursantes
habían batido a William al juego: el rey seguramente podría convencer a uno de
estos que le reemplazara. Después de todo, sólo uno de ellos ganaría la prueba
final e iría a Markham.
“¿No
sería sir Rodney un compañero de juego ideal para ti?” pensó con malicia, pero
por supuesto no lo escribió. No habría ninguna ventaja en provocarle ahora
superfluamente. Eso sólo haría menos probable que él aceptara sus condiciones.
Por la misma razón no las llamó condiciones,
sino favores. Tampoco escribió
que, en el caso que él rechazara su petición, ella montaría una bronca o se
negaría a casarse. No tenía porque escribirlo. Sabía que él era lo bastante
listo para darse cuenta que el dejar marcharse a William sería un precio muy
bajo para la cooperación sumisa de ella… En
cuanto a los caballos y carros, esto
no causaría ningún problema: él podría bien prescindir de ellos. En todo caso,
él seguramente supondría que ninguno de sus súbditos [aparte quizás de William,
quien obviamente quería a la chica] le seguiría voluntariamente a ella hasta
aquel lugar peligroso… Acabó el mensaje pidiéndole que se lo pensara y le diera
una respuesta la mañana siguiente.
A la mañana siguiente, Martha
bajó de sus cuartos con la cabeza cubierta en una mantilla y con un aire en
general bastante sumiso. Sin embargo, insistió en explicar la prueba desde la
tribuna, fuera del muro del palacio. Cuando los del pueblo vieron que algo iba
a ocurrir, corrieron a presenciarlo.
Para empezar, Martha preguntó
en voz baja a su padre si él aceptaba su petición. Él contestó que sí [a no ser
que el futuro marido le pusiera reparos.] Añadió que William ya estaba
informado y estaba preparándose para el viaje. Entonces Martha se dirigió al
público y anunció en voz alta, para que todos le oyeran, que su padre el rey le
había concedido benévolamente unos favores. Dejó que el rey dijera al público
lo que benévolamente había concedido.
Un zumbido de cuchicheo pasó
por el público. Cuando éste se había calmado Martha pidió que los cuatro
concursantes con el anillo de oro se presentasen. Pero sólo había tres. La
muchedumbre soltó un quejido de desilusión. ¡¡¡El joven misterioso no estaba!!!
“No importa,” dijo
Martha. "He oído que ha venido de lejos. Quizá está reposando… como la
cuarta prueba no se realizará hasta la tarde, todos los concursantes tendréis todo
el día para descansar…
“Me gustaría dar las
gracias a mi padre el rey por esta oportunidad de empezar una nueva vida en
Markham…” [Otro zumbido corrió por la muchedumbre: ¡¿Has oído eso?! ¿No me
habías dicho que estaba disgustado con todo esto? ¡Y ahora le da las gracias
al rey! ¡Una “vida nueva” en Markham! ¡La ostia! Pero ¡mirad la cara su
Majestad! Parece tan sorprendido por lo que ha dicho la
princesa…] “Desde hace algún tiempo he estado bastante infeliz aquí y por eso
estaré contenta de irme. Será triste
tener que despedirme de amigos y amigas que he hecho aquí,” [aquí las damitas
Isabel y Caroline sonreían…] “y solo espero que algunos habréis decidido – o
pronto decidiréis – uniros a mí en esta nueva aventura.” [… y aquí dejaron de
sonreír.]
He oído que Markham es
un lugar peligroso. Puede que sea cierto, pero parece existir alguna duda sobre
quién está más perjudicado por este peligro. Algunos hemos tenido el privilegio
de sentir otras versiones de la realidad de allí.” [Aquí el rey se mostró aun
más sorprendido.] “Quizás será posible hacerlo un lugar menos peligroso para
todos. Lo espero con todo corazón. Hasta ahora, los métodos usados para
contrastar los problemas han sido la violencia y los impuestos exorbitantes.”
[El rey parecía realmente pensativo.] “La violencia y los
impuestos exorbitantes se han probado como peor que inútiles para resolver nada.
No tendré ningún marido que tiene pensado usar estos métodos,” dijo, clavando
una mirada afilada en sir Rodney.
“La cuarta prueba, la
mía, hará – espero – patente cuál de los concursantes es lo bastante valiente y
bastante inteligente para probar otros métodos de persuadir….” Hizo una pausa.
La muchedumbre estaba fascinada por el contraste entre su vestido sumiso y su
discurso nada sumiso. Unos cuantos del pueblo (y también unos en el servicio
palacial) que todavía no se habían decidido se estaban dejando influir. “Hasta
ahora en este concurso, parece haber habido una cantidad apreciable de timos.
Violencia, sobornos, engaños, favoritismo. En un intento de controlar esto, la
cuarta prueba será juzgada por… “ [¿Sí? ¿Sí? La muchedumbre le prestaba toda su
atención. Martha lo sabía, y jugaba su ventaja ] “... una vaca.” [El rey estaba
a punto de sufrir un patatús. Ya había decidido cuál de los concursantes era su
preferido, y había estado esperando oír cuál sería la prueba nueva, para poder
pensar en cómo… influir en el resultado. ¡¡¡Una vaca!!!]
“Cuando las vacas
entran desde sus pastos esta tarde, la que llamamos
Apareció una sonrisa
en la cara de cada pueblerino. Muchos rieron abiertamente. Algunas de las risas
eran más ásperas que otras. Los tres concursantes presentes se miraron
nerviosamente.
“Para limitar las posibilidades de sobornos, cualquiera de los espectadores que grite para espantar la vaca hacia un concursante en particular – de hecho, cualquiera que grite o que espante a la vaca de la manera que sea – estará entregado al castigo del pueblo… ¿Alguna pregunta?... Ah, sí, si quieres sobornar a la vaca, esto sí que estará permitido.” La muchedumbre entera de pueblerinos, muchos del palacio, incluso algún soldado, lanzaron una risa bien fuerte.
“Agradezco vuestra
atención amable. También agradecería vuestra presencia esta tarde para asegurar
que se haga justicia.” [Ahora bien, fue totalmente innecesario decir eso.
¡Ninguno que hubiera presenciado lo transcurrido habría perdido por nada el gran final!] Martha hizo
una reverencia a la muchedumbre, otra a su padre, una tercera a la muchedumbre
(otra vez) [¡vaya impertinente!] y entró en el palacio para desayunar.
Tal como Martha había esperado, el rey había supuesto
que nadie aceptara su oferta de un paso libre a Markham. ¡El sitio era
demasiado peligroso! Pero mal había calculado la popularidad de Martha, tanto
en el palacio como en el pueblo. Sin mencionar el efecto que había tenido su
pequeña “actuación” de esta mañana… Todavía mientras Martha almorzaba, aquí y
allá algunas personas estaban echando sus pocas posesiones juntas en bultos y
empezando a despedirse de los vecinos y compañeros de trabajo.
Avanzó el día. Martha pasó gran parte de él en
consulta con William, otra parte en preparar un par de baúles de pertenencias
especiales. Rió vivamente cuando le trajeron la noticia que se había visto a
uno de los concursantes andando por los pastos y hablando en tono de súplica
con
También le dijeron que el concursante misterioso no se
había dejado ver en ninguna parte. Que aunque el rey hubiera ordenado a sus
soldados que ¡le encontrasen! éstos no habían tenido suerte. La
sonrisa de Martha cuando oyó esto sólo servía para incrementar el misterio.
También miró de reojo el armario alto en el rincón de su cuarto, pero
afortunadamente nadie se dio cuenta de este detalle…
Cuando aun faltaba media hora para que entrasen las
vacas desde sus pastos diurnos, todos los del pueblo, todos del
palacio que no estaban trabajando en ese momento [e incluso algunos que tenían
que haber estado trabajando…] se encontraron delante de la tribuna. No vieron a
Martha. Después de otro cuarto de hora, William avanzó hasta el borde de la
tribuna y se dirigió a la muchedumbre:
“La princesa me ha pedido que os diga que todavía
tiene algunas cosas que hacer para preparar nuestra salida. Me ha pedido
pasaros sus disculpas y recordaros de su deseo que os aseguréis que se haga
juego limpio. Tiene mucha confianza en vosotros… Y ahora, ¿podríais tener la
amabilidad de hacer unos pasos hacia atrás? Necesitaremos espacio aquí delante.
Un poco más por favor… La princesa Martha ha insistido en que no hay que
inquietar la vaca… gracias, eso será bastante espacio.
“Bien, adelante los cuatro concursantes. A ver: dos…
tres… ¿Quiere presentarse el cuarto concursante, por favor?… Me temo que si no
se presente, será descalificado.” [Un gemido colectivo de la muchedumbre. Ya
puedes imaginarte cuál de los concursantes faltaba, ¿no?]
“¡Vaya, vaya!” murmuró William. “Esto se pone…” Pero
si alguien se hubiera fijado bien, habría visto un brillo en sus ojos. Nadie se
fijo: todos estaban mirando en todas direcciones, buscando al concursante
misterioso.
“Tendremos que empezar ya. Voy a contar hasta veinte.
Si el cuarto concursante no se haya presentado antes, la prueba se decidirá
entre los tres presentes…”
Estos tres aparecieron esperanzados [como también el
rey]. Uno sostuvo en la mano un manojo de hierba, otro un par de manzanas, el
tercero un manojo de zanahorias. Parece que los tres habían optado por la
táctica del soborno.
William empezó a contar, pero muy despacio. Parecía
como si no quisiera llegar a
veinte… La muchedumbre se inquietaba más y más, los concursantes se mostraron
más y más esperanzados, el rey más y más relajado…
Cuando William había
llegado a trece, hubo un movimiento dentro de la muchedumbre y alguien empezó a
abrirse camino hacia la tribuna. Un clamor tremendo se alzó.
¡¿Cómo habían sido capaces de no verle antes?! [Aquí está, nuestro campeón,
el desconocido, con ese saco de siempre sobre el hombro.] Esta vez el saco
parecía lleno de algún bulto de muchos cantos.
El rey hizo un gesto casi invisible y unos cuantos soldados se desplazaron hacia el personaje misterioso. Pero los pueblerinos se dieron cuenta y formó un muro protector entorno de él, enfrentándose con los soldados. Tomaban muy en serio el encargo de su princesa de asegurar el juego limpio. Los soldados miraron al rey que hizo otro movimiento casi invisible y esos se retiraron.
William sonrió. “Me alegra mucho
que hayas venido,” dijo, causando otro clamor de los presentes. [Los otros
concursantes se habían palidecido.] “Y ahora, ¡silencio, por favor! La juez
está a punto de llegar.” Una risa fuerte colectiva, pero pronto se hizo
silencio. “¡Haced camino para
“Suelta
La Morena miró dudosamente de un concursante a otro. Había
pasado todo el día pastando, se había saciado de hierba fresca y jugosa, así
que la oferta de uno de los concursantes de un manojo de hierba algo pasada no
le tentó gran cosa. Lo que necesitaba era que le ordeñasen. Pero era muy
parcial a las zanahorias… Quizás…
En este momento los presentes
oyeron llamar la voz ¡de Alice! ¡¿no
iba eso en contra de las reglas?! ¡No habría que castigar a ella y al nuevo
concursante? Pero las reglas estipulaban ‘nada de gritar y nada de espantar la
vaca.’ Pues, Alice no estaba gritando, y la vaca no estaba espantada. De hecho,
se estaba tranquilizando por segundos. Y entonces la gente se dio cuenta que
¡la voz de Alice venía del nuevo!
Baja y suave: “Ven, cariño… tú sabes lo que realmente
quieres… Ven, mi corazón, mi Morena, mi majísima…”
La última gota de incertitud
por parte de
Se puede pedir mucho de una muchedumbre, y de hecho las voces eran
bajas, susurros. ¡Pero nadie
habría sido capaz de callar de todo estos susurros! “¡¿Es Alice de verdad?!
¿Habrá vuelto?” “Yo oí que había huido del país, acusada de robo.” “¡No seas
absurdo! Se fue a Markham, a buscar a Jeb. ¿Adónde si no?” “Vale, pero, ¿es
ella? ¡Vaya! ¿Cómo puede
ser…?”
El rey, sin embargo, sabía
quién era: “¡Tenía que haberlo adivinado! Han sido unos cuantos años desde la última
vez que le vi, y entonces no le hice más caso que lo estrictamente necesario.
Quizás debiera haberle hecho más… Bueno, ha tenido tiempo para madurar, cultivarse
una barba. Se le ha cambiado la voz también, me parece. Pero eso de imitar la
voz de su madre le ha delatado. ¿Y qué se supone que debo hacer ahora?
¿Anulo el concurso? No me gusta el aspecto de toda esta gentuza. Podría ser
peligroso… ¡Pah! ¿Qué diferencia hace, a fin de cuentas? Si realmente creen que
pueden solucionar los problemas de Markham con cubos y taburetes, ¡que tengan
suerte!… Al menos me deshago de ella, la muy tramposa…” Se acercó a William de mala leche. “Tú sabías
quién era desde el principio, ¿verdad?”
“Con perdón, Su Majestad: no
desde el principio. Pero
cuando alguien que me aprecia de verdad me llama ‘amigo mío’ suelo prestar
atención…”
“¡Le dejaste
ganarte a calvitos a este chaval!”
William sonrió, muy
divertido. “Utilizó una estrategia
excelente, Su Majestad. Si me permite decirlo, fue una de las partidas más
interesantes que he jugado en mi vida. Pero sí que es verdad que me estoy
envejeciendo. Siento que mi rival se aprovechó de unas debilidades mías.”
El rey le miró con los ojos
chispeando. “¡Que vayas al infierno tú también!”
William le hizo una
reverencia. “Su Majestad.”
Cuando
El rey vio como el nuevo
acabó de ordeñar la vaca y pasó el cubo lleno a la atendiendo vaquera. [“¡La cual le está
haciendo un guiño! ¡¿Cuántos están metidos en esta conspiración?!
Bueno, otra que tendrá que marcharse.” (El hecho – que el rey
todavía no sospechaba – era que la plantilla entera de la
vaquería real se marcharía el día siguiente…)] La vaquera se llevó
“Declaro ganador del concurso
este, ejem, jovencito. Le concedo el reino nuevo de Markham y la mano de mi
hija, la princesa Martha.” Entonces, en una voz más amarga y sarcástica: “Que
sean felices juntos… ¿Cómo te llamabas, chico?”
“Me llamo Martha, padre.”
El rey le miró, atónito.
Después de acabar de ordeñar, pero antes de aderezarse, “el recién llegado” se
había quitado dos bultos de tela que habían servido de inflar sus mejillas, y
había vuelto a tener la voz de su hija del rey. Ahora se estaba quitando la
falsa barba y el falso bigote que se había creado de su cabello tajado.
La muchedumbre se dio muy
rápido cuenta de lo que había sucedido. Si sus clamores anteriores habían
incomodado al rey, el que se libró ahora le removió las tripas. Pasó mucho
tiempo hasta que hubiera bastante silencio para que Martha volviera a hablar.
“Verás, padre, he ganado mi
propia mano, y soy libre de hacer lo que me parezca. He dejado de ser tu
problema. Puedo comprender que te podría incomodar hacer de anfitrión a este
monarca de un país vecino – aunque te asegure que mi deseo es mantener las relaciones más cordiales
posibles con vosotros – así que creo que voy a pasar la noche en la taberna del
pueblo. Creo que se va a organizar una fiesta de despedida. Y mañana, a primera
hora, nos
pondremos en camino a nuestro nuevo hogar. Allá habrá mucho trabajo por hacer.”
*** {fin} ***