La 
Mano De
La 
Princesa
Acuarelas de 
Sarah Lewtas

Jimmy 
Hollis i Dickson
Acuarelas 
de Sarah Lewtas
dedicado 
a Martha y 
Chan Tse
©1984, 2002; 
 traducción 
©1986,2002
título 
original: The 
Hand Of The Princess
traducido por 
el autor [con mucha ayuda de amig@s, gracias a tod@s]
traducción al 
castellano dedicada a Shantala, Miquel, y 
Zaida
El rey Peter VI deseaba un hijo. Quería un hijo que fuera valiente y fuerte e inteligente. Un príncipe, que un día llegaría a ser rey [el rey Peter VII] y reinaría después de su padre.
Ahora bien... el rey 
ya tenía una hija, una princesa y 
ella sí que era valiente y fuerte e 
inteligente. Por supuesto el rey no sabía esto puesto que él esperaba un 
príncipe, un hijo. No prestaba mucha atención a la princesa, porque era de ese 
tipo de reyes que creen que una princesa no importa tanto como un príncipe. [Si 
un rey ya tiene un príncipe o un par de ellos, entonces una princesa puede serle 
útil: la puede casar con el príncipe de otro reino y así crear una amistad entre 
los dos reinos - mantenerlo todo en familia como se dice -. Pero si no tiene 
ningún príncipe, ¿de qué le va a servir una princesa? Algún príncipe ajeno 
aparecería, se casaría con ella, y luego llegaría a ser 
rey.]
“¡Quiero que mi hijo sea rey después de mí: y no el 
hijo de otro rey!” decía Peter VI, que  
seguía rezando por un hijo. Pero no le nació ningún hijo y así se 
quedó.
Nunca habría 
esperado que su hija fuera valiente y 
fuerte e inteligente: una princesa no tiene por qué serlo. Éstas son cualidades 
que todo príncipe debe tener. Pero una princesa nunca llegará a ser rey: sólo 
estará [quizás] casada con uno. Por eso le basta ser encantadora y bella, para 
que algún príncipe [valiente y fuerte e inteligente] quiera casarse con 
ella.
¿Y era encantadora y 
bella la princesa Martha? Pues... sí y no. No siempre era encantadora cuando 
debía serlo [cuando le decían que lo fuese, por ejemplo, con los lores y 
embajadores visitantes]. Pero si alguien le gustaba, podría ser... bueno yo no 
sé si “encantadora” es la palabra adecuada para describirla [ya que esta palabra 
ha llegado a tener un sentido formal y algo falso] pero sí que podía ser un 
verdadero placer estar con ella. En cuanto a lo de “bella”, muchos, al verla por 
primera vez, no dirían que fuera precisamente bella. Pero sus amigos íntimos 
estimaban que sí.  Y es que se 
referían a aquel tipo de belleza interna: no tanto al aspecto que uno tiene, 
sino a como es.
Su padre nunca había 
llegado a conocerla íntimamente. No había tenido el tiempo: es que hay 
demasiados asuntos importantísimos con eso de reinar. Así que nunca llegó a 
saber que ella era bella, o que podía ser [usemos esta palabra] encantadora. Su 
madre, la reina Eleanor, tampoco tenía mucho tiempo para ella. Sabía lo que se 
esperaba de una reina y pasaba una gran parte del tiempo en ser bella y 
encantadora, y en rezar por un hijo para que el rey se pusiera 
contento.
Desde su nacimiento 
Martha había sido dejada al cuidado de una ama que se 
llamaba Alice. “Trabajaba por entonces en la vaquería real,” le contaba Alice, 
“y no sé si fue por beber tanta leche fresca, o sólo por estar tanto tiempo con 
todas esas vacas, pero el hecho es que yo tenía tanta leche cuando nació Jeb que 
todo el personal no dejaba de hablar de ello. Que yo misma era una vaca dijeron. 
Y algunos lo dijeron maravillados, y otros lo dijeron como si fuera un chiste y 
algo de vergüenza. Pero ¿para qué tenía yo que avergonzarme por ser comparada 
con una vaca? Siempre he encontrado que las vacas son criaturas buenas: suaves y 
fuertes y tranquilas y cálidas. No he visto nunca nada para avergonzarme en 
eso.
“De todos modos, 
cuando tú naciste, tu padre - que había oído de mis cantidades de leche - me 
mandó darte el pecho. ‘Tu hijo ya es lo bastante grande para dejar de mamar,’ 
dijo tu padre, ‘podrías darle leche aguada de vaca.’ ‘Por favor, Su Majestad,’ 
dije yo, ‘estoy segura de tener bastante para los dos.’ ‘Como quieras,’ dijo tu 
padre, ‘sólo que tendrás que darle primero a la princesa y asegurarte que ella 
tenga suficiente antes de darle a tu hijo.’ Y se mostró tan sorprendido de que quisiera 
molestarme en daros pecho a los dos. Bueno, la verdad es que él nunca sabrá la 
delicia que puede llegar a ser para una mujer.”
Era Alice quien 
llevaba en brazos a Martha cuando ésta era bebé y Alice quien le acunaba. Era 
Alice quien le consolaba cuando lloraba y quien le cantaba canciones cuando se 
despertaba asustada en plena noche. Alice quien le recitaba cuentos y le 
explicaba cosas. Era Alice quien le era lo más parecido a una madre, y Martha le 
amaba más que a nadie en el mundo entero.

 Y en segundo lugar después de Alice, 
Martha amaba a Jeb. Sí, había habido celos entre ellos, por supuesto. Jeb 
tendría celos de ella porque ella siempre tenía que ser la primera: primera a 
comer, primera cuidada, primera escuchada. Y Martha tendría celos de 
Jeb,
cuando ella tenía que 
dejarse vestir un vestido rígido y caluroso para que le presentaran a Su 
Excelencia lord Quéseyo, el embajador de Dondesea, y a su mujer, lady Quéseyo; y 
después quedarse sentada y quieta durante conversaciones aburridísimas, y 
vigilarse el comportamiento durante una cena sin fin, mientras que Jeb comía 
pan, queso, y manzanas con Alice en el pomar. O cuando ella tenía que empezar 
clases de modales para princesas: como hablar ‘correctamente’, como bailar en la 
corte, como sentarse recta y dar un aire majestuoso, mientras que Jeb corría, 
gritaba, y reía, o escuchaba los cuentos de Alice al aire 
libre.
Pero una vez que 
empezaron a comprender que el otro no tenía la culpa de estos sucesos - y que 
tampoco era Alice la culpable: que ella les amaba a los dos - fueron capaces de 
superar los celos y hacerse muy amigos.
“Mi hermano Jeb” 
Martha le llamaba, “dos meses mayor que yo.” 
Y un día, cuando 
tenían doce años, dijo: “Si eres mi hermano, pues deberías ser príncipe! Piénsatelo: ‘Príncipe Jeb’.”
Pero Jeb, ceñudo, 
escupió en el suelo y dijo: “¡Mierda! Yo no quiero ser príncipe. Crecer para ser 
un rey como tu padre y no tener nunca tiempo para nada divertido. Estar siempre 
de mal humor y dar órdenes a todo el mundo. Menudo muermo sería. Pues, si yo 
fuera príncipe, no me dejarían nadar en el estanque con los demás del pueblo. No 
le gustan esas cosas a tu padre. Cuando vemos venir su carruaje, tenemos que 
escondernos entre los arbustos si no queremos que nos mande soldados a 
cazarnos.”
Y Martha se 
entristeció, porque bien sabía que a ella nunca le dejarían nadar en el estanque 
del prado con los otros.
Aquel año Jeb empezó 
a trabajar en la vaquería. Ayudaba a limpiar las cuadras de las vacas y a llenar 
sus pesebres con heno. Martha y Alice solían pasar por allí al menos una vez por 
día y echaban una mano si había mucho por hacer. Y si no, se sentarían y 
charlarían con Jeb y los demás trabajadores. A Alice le gustaba especialmente 
aparecer a la hora de ordeñar. Le daba una oportunidad de practicar su antiguo 
oficio. Con un suspiro de contenta se sentaba en el banquillo, metía un cubo 
bajo las ubres de la vaca y, apoyándose la frente en un lado cálido de la vaca, 
a ésta le hablaba tranquilamente, casi cantándole, mientras sus dedos prensaban 
las ubres, suave pero firmemente, y la leche siseaba en el 
cubo.
“Es bueno mantenerme 
la mano hábil,” decía. Y la princesa también tenía oportunidad de hacer hábil su mano, porque Alice enseñó a ordeñar a 
los dos niños, aunque todavía no fuera parte de los deberes de Jeb, ni lo sería 
nunca [claro está] de los de Martha.
“No obstante,” como 
decía Alice, “no os hace ningún daño, ¿no? Y está bien que sepáis de donde viene 
vuestra leche, y como.” Les decía que no había porque olvidar que la vaca era un 
ser vivo con sentidos, y que se le debía tratar con gentileza y respeto. Después 
de ordeñarla, siempre le acariciaba la cabeza, y le daba las gracias por la 
leche.
******
Cuando el rey se 
enteró que su hija pasaba una parte de su tiempo en la vaquería charlando con 
los sirvientes, se enfadó. Le mandó que dejara inmediatamente de hacerlo. Él, 
por supuesto, no tenía nada de tiempo libre para estar con ella; pero sí que 
había que encontrar una solución para alejarla de esta 
travesura.
Pues ocurrió que en 
estos días el rey estaba también molesto con William, el más viejo de sus 
consejeros. El consejo de William era demasiado pacífico para el rey Peter VI. 
Daba tales consejos como por ejemplo pensárselo bien, ir con cuidado, no ser tan 
tosco y estricto. El rey estaba harto de escuchar este tipo de consejos, y 
pensaba despedir a William. Pero éste era un jugador fenomenal de calvitos, y al 
rey sí que le gustaba una buena partida de calvitos. [‘Tres hombres calvos,’ 
llamado ‘calvitos’ por todos, era, o 
sea es, un juego de tablero muy complicado y muy popular con las personas más 
educadas en este país y en los reinos vecinos. Yo mismo nunca lo he jugado: de 
hecho lo he visto jugar sólo una vez, así que no podré 
explicártelo.]
El rey decidió poder 
solucionar dos problemas al dar a William el puesto de profesor particular de 
Martha. De esta manera Martha quedaría ocupada y William tendría un empleo que 
le mantuviera en el palacio, a mano para cuando el rey quisiera una partida de 
calvitos.
Así que Martha 
empezó a pasar sus mañanas con William. Aprendía a leer, escribir, y manejar los 
números. De William recibió sus primeras lecciones en la historia y la geografía 
de su país y de los países vecinos. William también le enseñó a jugar a calvitos 
y le enseñaba las estrellas con su telescopio. La verdad es que hablaba con ella 
de lo que ella quisiera y le enseñaba todo lo que ella tuviera ganas de 
aprender.

“Porque,” como decía 
él, “hay que alentar a los niños inteligentes para que usen su inteligencia, para que piensen y 
razonen. Si no, se vuelven aburridos y aburrientes.” Y 
William mismo era lo bastante inteligente, observador e interesado para darse 
cuenta de que Martha era inteligente.
Por las tardes - si 
no tenía clases de baile, ni había visitantes importantes que entretener [de 
unos modos muy poco entretenidos, opinaba ella] - Martha unas veces iba a pasear 
con Alice, y otras encontraba algo que hacer en sus 
cuartos: coser o pintar o leer. No podía visitar a Jeb en la vaquería, y sabía 
que si su padre les viera juntos u oyera hablar de ello, volvería a 
enfadarse.
Para poder verle 
tenía que esperar hasta después de cenar, cuando Jeb habría acabado su trabajo. 
Hacía una reverencia a sus padres, les deseaba las buenas noches, y se retiraba 
a su dormitorio. Aquí se vestía con un traje sencillo y algo desaseado [muy poco 
de princesa] que ella misma había hecho de una tela barata que Alice le había traído. Entonces salía por la ventana y, 
tentando con los dedos por los huecos entre las piedras, bajaba el buen trozo 
que había hasta llegar a tierra, donde Jeb le esperaba, y podían pasar juntos 
unas horas. A veces daban paseos y a veces iban al pueblo para encontrarse allí 
con otros chicas y chicos.
Los días libres de 
Jeb, Martha acordaba con William librarse de sus clases y los dos [muchas veces 
acompañados de Alice] cogían de comer e iban de 
excursión, al bosque o por los acantilados de la mar.
Un día así, mientras 
exploraban los acantilados y seguían los senderos escarpados que hasta entonces 
tan sólo las ovejas habían usado, llegaron a bajar a una playa pequeñita de 
arena en una bahía totalmente rodeada de acantilados. Martha se echó en la 
arena, boca abajo y mirando la mar, y se quitó las sandalias. Dejó escapar un 
suspiro de contenta y hundió las manos y los dedos de los pies en la arena 
superfina. Jeb, mientras tanto, había tirado su ropa al suelo y corrió al agua. 
Martha, con otro suspiro [éste no tan de contenta], le miraba chapotear y 
zambullirse y nadar a todos lados.
Después de un rato, 
él había vuelto y yacía a su lado. Había traído un enredo de algas - de ese tipo 
con las burbujas - y los dos buscaban por las algas y reventaban las burbujas 
entre los dedos. Hacía bastante calor y Martha también se había quitado la ropa, 
y la tenía de cojín debajo de la barbilla.
Cuando ella decidió 
que no quedaban burbujas que reventar, se incorporó y miró hacia la mar. 
Entonces miró la playa y los acantilados que la rodeaban. Hundió las manos en la 
arena fina y seca y las levantó llenas de arena, que dejó escurrir por los dedos 
y caer a la espalda de Jeb, donde se pegó. Volvió a coger arena y repitió. 
Dentro de poco Jeb estaba cubierto de pies a cabeza en una capa fina de la 
arena. Martha se rió.
“¡Pareces estar 
frito en pan rallado!”
“Ahora te toca a 
ti,” dijo Jeb, y Martha se echó, mientras Jeb se puso de rodillas a su lado y 
empezó a verterle arena a la espalda en un chorrito muy 
fino.
“¡No se te pega!” se 
quejó. “No tienes la espalda mojada.”
“¡Pero no pares!” 
suplicó Martha, “que me gusta. Es como cosquillas... No...” se corrigió. “Es 
como si alguien me soplara a la espalda, muy ligeramente... y caliente. 
Mmmmmmmmm... ¿Jeb?...” siguió, “¿Podrías... podrías enseñarme a 
nadar?...
“Quiero decir,” 
añadió, “que parece que no haya otro camino que llegue a esta playa aparte de 
ese sendero difícil. Y no creo que nadie venga aquí aparte de alguna oveja, así 
que mi padre nunca tendría que darse cuenta... O, Jeb, ¿lo 
harás?”
Jeb siguió 
escurriendo arena: espalda arriba, espalda abajo, y no le contestó durante un 
rato. “Bueno,” dijo por fin, “si tú me enseñas a leer...”
Martha se volvió 
boca arriba y, haciendo visera contra el sol con un brazo, miró a Jeb. Fue la 
primera vez que le había oído decir que quisiera saber leer, y le sorprendió, 
pero asintió rápido. Así que en las excursiones siguientes a la playa Martha 
llevaba libros, papel, y palitos de carbón para escribir. Y durante una hora o 
así enseñaba a Jeb a leer y escribir. Entonces le tocaba a él enseñarle a ella a 
nadar. Mantenían secretas las lecciones, y nunca llevaron a nadie a la playa 
[aparte, por supuesto, de Alice. A Alice le encantó la playa. Siempre le había 
gustado nadar, pero el rey no toleraba que los que trabajaran para él fueran a 
nadar en el estanque del prado, así que Alice llevaba muchísimo tiempo sin poder 
nadar.]
A veces, de noche, 
Jeb subía a la ventana de Martha y tenían clases también allí de leer y 
escribir. Martha también le enseñó a jugar a calvitos, lo cual él encontró 
difícil al principio, pero llegó a ser buen jugador.
Y entonces, un día 
cuando tenían quince años, todo tuvo que acabarse. Llamaron a Jeb en la vaquería 
y le mandaron aparecer delante Sus Majestades  ¡y corriendo!
Cuando entró en la 
sala de tronos, Jeb vio al rey y la reina sentados en los tronos y con aspectos 
enfadado [el rey] y austeramente confundido [la reina]. Martha y Alice estaban 
de pie, una a cada lado y algo detrás de la pareja real. Parecían trastornadas y 
algo espantadas.
“¿Será éste el 
chico, ese Judd o Jeb o lo que sea?” gruñó el rey.
“Mi nombre es Jeb, 
Su Majestad,” contestó Jeb, inclinándose.”
Tu nombre es Jeb ¿eh?” rugió 
el rey. “Bueno, chico, se nos ha llegado un informe de que tú y la princesa 
Martha habéis sido vistos nadando en el mar... ¡y desnudos además! ¿Será verdad, CHICO?”
“S-sí, Su Majestad, 
lo es,” dijo Jeb con las orejas rojas: no por vergüenza a nada que hubiera 
hecho, sino porque le estaba gritando el rey.
“S-sí, Su Majestad, 
lo es,” le imitó en tono burlón el rey. “¡Y tú!” gruñó a Alice. “Tú eres su madre y 
además la niñera de la princesa. ¿Tú 
sabías de esto, o es que no les vigilabas mucho?”
“Yo no veo nada malo 
en ello, Su Majestad,” contestó Alice. “Han crecido juntos... Yo les bañaba 
juntos cuando eran pequeños...”
“¿¡¿Tú QUÉ?!?” gritó el rey mientras que la 
reina se mostró horrorizada. “No, no lo repitas: ya lo hemos oído. ¿Y con 
permiso de QUIEN?”
“Yo no veía nada 
malo en ello,” repitió Alice.
“Ningún mal, ¿eh?” gruñó el rey. “Pues ¡ya ves a 
donde les ha llevado! ¡Verse desnudos a su edad! ¿¡Suponemos que no ves el mal 
en eso!?”
“Ya os he dicho que 
no, Su Majestad,” dijo Alice trémula y valiente. No añadió que ella misma iba a 
menudo a nadar con ellos. No creía que mencionarlo ayudara nada a la 
situación.
“¡Menuda niñera para 
una princesa!” dijo con desprecio el rey, y volvió a Jeb. “...¿Y suponemos que tú nos dirás que la cosa no habrá ido 
más lejos que esto?”
Jeb echó un vistazo 
furtivo y rápido a Martha [quien le hizo un pequeñísimo movimiento de la cabeza: 
no] y contestó: “No, Su Majestad, o sea, sí, Su Majestad.”
“¿No, Su Majestad, 
sí, Su Majestad? ¿Qué querrás decir, 
chico?”
“Sí que digo que no 
ha ido más lejos... quiero decir que sí pasamos un poco de tiempo juntos, siendo 
amigos...”
“Sssí. Hemos hecho 
algunas preguntas y nos parece que los dos pasáis un poco demasiado tiempo juntos y que en fin 
sois demasiado amigos a nuestro 
parecer. Pues, tú trabajas en el establo, ¿no es así, 
chico?”
“En la vaquería, con 
su permiso, Su Majestad...”
“Establo, vaquería, 
¿cuál es la...? ¿¡Qué tipo de amigo es eso para una princesa!?” Volvió a Martha: 
“Tú, mi querida, ¡que dejes de entablar amistades con los sirvientes! De ninguna 
manera es el comportamiento que quede bien para una princesa. Tendremos que 
encontrarte algunas damitas apropiadas para servirte de damas de 
honor.”
“Creo,” interrumpió 
la reina, “que tanto el duque de Markham como el conde Corar tienen hijas bien 
presentables...”
“Vale, vale. 
Mandaremos mensajeros a decir que pueden tener los puestos. “Tú,” miró a Alice, “seguirás como niñera 
hasta la llegada de las dos damitas y entonces podrás volver a lo que sea que 
hacías antes de ser niñera. Ah... ¿qué era lo que hacías?”
“Trabajaba en la 
vaquería, Su Majestad.”
“¿En la vaquería, 
eh? Como tu hijo... Y hablando de él...” dijo el rey volviendo a Jeb. “Tú, tú, chico, irás con el mensajero al 
castillo del duque de Markham. Y si él no tiene ningún empleo para ti, pues 
tendrás que arreglártelas. No querremos volver a ver tu cara por aquí. Ahora 
¡márchate!”
“¡No, padre: 
espera!” estalló Martha. “¿Por qué le tienes que castigar a él? No era su culpa. 
Yo le mandaba pasar tiempo conmigo porque no tengo otros amigos.” No pensaba 
decirle nada de sus otros amigos en el pueblo.
“Pues tendrás otros 
amigos en el futuro, te lo aseguramos. Así que ya no le necesitarás. ¿Y de dónde 
viene eso de castigarle? Le mandamos a Markham, donde seguramente habrá muchas 
oportunidades para un joven como él.” El rey se permitió una sonrisa hipócrita. 
“Y además, si su madre va a volver a su antiguo oficio, tendremos que hacerle 
sitio. No,” dijo, alzando una mano para impedir otra interrupción, “ya hemos 
decidido. Un día te darás cuenta que hemos hecho lo mejor. ¡Ya hemos dicho que 
podías irte, 
chico!”
Jeb se inclinó y, 
antes de girarse, miró a Alice y Martha y les sonrió para alentarles. Las dos 
estaban muy pálidas.
Mientras Jeb se 
alejaba, el rey volvió otra vez a Alice y le dijo: “Bien, hasta que lleguen las 
nuevas damas de honor de la princesa, queremos que le vigiles mucho más 
atentamente. No queremos más problemas de este tipo, o habrá problemas también 
para ti, ¿comprendes? ...Bien. Ahora 
las dos podéis iros... No,” [a Martha, que había vuelto para salir de la misma 
puerta que Jeb] “creemos que sería mejor que no le vieras antes de que se vaya. 
Podrás pasar el resto del día en tus aposentos.” Señaló para que uno de los 
guardias viniera del lado de la sala y le dijo: “Que nos vengan dos de los 
mensajeros reales. Y que alguien se asegure que la princesa Martha no salga de 
sus aposentos.”
 noticias de los 
disturbios en Markham. Andaban bandidos por los montes y los bosques, y casi 
nunca se dejaron atrapar. Los soldados del duque fueron atacados una y otra vez 
cuando patrullaban por el campo. ¡Era un lugar peligrosísimo por todo lo que se 
oía! Y Alice estaba muy preocupada.
 noticias de los 
disturbios en Markham. Andaban bandidos por los montes y los bosques, y casi 
nunca se dejaron atrapar. Los soldados del duque fueron atacados una y otra vez 
cuando patrullaban por el campo. ¡Era un lugar peligrosísimo por todo lo que se 
oía! Y Alice estaba muy preocupada.
“Pues no te 
preocupes, Alice,” dijo Jeb abrazándole. “Yo puedo cuidar de mí. Eso ya sabes... 
Es sólo que me pone triste dejaros aquí a ti y a Martha.”
“¡O Jeb! ¡No vayas! 
Podrías largarte y esconderte cerca de aquí. Entonces podríamos 
vernos.”
“¿¡Desobedecer al 
rey!? En ese caso sería un forajido, cazado como un animal. No, mi querida: 
tendré que ir. Pero volveré un día cuando el rey ya me haya 
olvidado.”
“Pues entonces yo 
iré contigo...”
“No, no creo que 
puedas. El rey te ha mandado cuidar a Martha hasta la llegada de aquellas damas. 
No te permitirá marcharte. Y si te vas sin su permiso, tú serás forajida... Además, tendremos 
que ir a Markham a caballo y el rey nunca te prestaría a ti un caballo para el 
viaje. Quédate aquí y cuida a Martha... Escucha, este mensajero con quien me voy 
es un buen tipo. Le conozco de hace años y es él que suele llevar los mensajes 
entre aquí y Markham. Pues, yo le daré cartas para ti: tú dile a Martha que te 
las lea. Y si quieres decirme algo a mí, pues díselo a Martha y ella me lo 
escribirá, tal como si estuvieras hablando conmigo en el mismo cuarto. Entonces, 
lo que escribe, tú dáselo a este mismo mensajero, y yo sabré como estáis y todo 
lo que está pasando aquí. Pero no le dejes al mensajero saber que Martha tiene 
una mano en esto de las cartas; que eso podría traernos problemas que no 
necesitamos.”
Poco después, el 
mensajero entró para decir que todo estaba listo. Jeb volvió a abrazar a su 
madre y le besó muchas veces. “Dile adiós a Martha para mí y dale este beso... 
Bueno, pues, cuídate...”
Con lágrimas en los 
ojos cogió su saco, salió al establo, montó un caballo, y siguió al mensajero, 
fuera del palacio, rumbo a Markham.

{Fin 
de Capítulo 1}
La 
Princesa Forajida [Y Posible Cuñada]
Martha estaba 
aburrida. Sus dos compañeras nuevas habían llegado: lady Caroline, la 
diecisieteañera hija de los duques de Markham; y lady Isabel, la catorceañera 
hija del conde Corar [viudo desde hacía cinco años.] Martha encontraba su 
compañía molesta. Paseaban juntas en los jardines del palacio pero, cada vez que 
Martha proponía dar un paseo fuera del palacio, Isabel preguntaba por qué tenían 
que andar cuando podrían ir en carruaje; y Caroline empezaría a hablar de los 
bandidos y de la gente horrible y sucia  
que vivía allí afuera.
“Mi padre dice que a 
esa gente no les gusta estar limpios. Prefieren estar sucios. Y nos podrían 
contagiar con enfermedades.”
Ni corrían ni 
jugaban ni gritaban... e incluso no parecían aguantar más de media hora al día 
de paseo en los jardines. Cuando Martha sugirió que se leyesen cuentos, 
descubrió que a Isabel no le gustaba leer, y que Caroline ni sabía leer.
“Mi padre dice que 
las damitas no tenemos necesidad de saber leer. Dice que cuanto más aprenda una 
dama, menos agradable es su compañía. Mi padre dice que ya tenemos suficiente 
con saber bordar, ser encantadoras y bonitas.”
Mi padre dice, mi 
padre dice. Martha pronto dejó de contar las veces por día que Caroline dijera 
“mi padre dice...”
E Isabel siempre 
estaba hablando de qué ricas las cosas, qué caras, cuanto oro, qué grandes las 
joyas. Cuando juntas bordaban, Isabel siempre usaba más hilo de oro que de 
cualquier otro tipo. Sus diseños no eran ni muy interesantes ni bonitos pero sí 
que tenían mucho mucho hilo de oro.
Cuando Martha 
sugería inventarse cuentos para contarse, los cuentos de Isabel eran siempre 
llenos de princesas con cabellos largos y dorados, y pasaba mucho tiempo en 
describir los encajes preciosos y las joyas que llevaban. Siempre parecían 
llevar tanto oro y plata que Martha se preguntaba cómo podían moverse con tanto 
peso encima. Y siempre les estaban rescatando de torres o de dragones unos 
apuestos príncipes encantadores que llevaban armadura de oro y cabalgaban sobre 
caballos blancos como la nieve... Los cuentos de Caroline solían tratar de 
caballeros que rondaban matando bandidos [y rescatando a bellas damas, por 
supuesto].
Martha preguntó a 
Caroline sobre Markham y oyó de un paisaje salvaje donde era altamente 
arriesgado viajar sin veinte o más soldados de escolta.
“Mi padre dice que 
esos bandidos lo mismo podrían cortarle la garganta a uno que mirarle. Dice que 
les cortarían las orejas a sus propias abuelas si pudieran venderlas por un par 
de céntimos. Mi padre dice que nos matarían a todos mientras estamos dormidos si 
el castillo no fuera tan bien construido y tan bien 
guarnecido.”
Martha volvió a 
preocuparse por Jeb en un lugar tan peligroso.
Continuaba los 
estudios con William e invitó a las otras dos a ir pero a éstas no les 
interesaba. Y la verdad es que Martha se alegró porque significaba que sus 
mañanas, al menos, estarían libres de “mi padre dice” y de hablar de 
riquezas.
A veces por la noche 
Alice, después de acabar la faena, venía y llamaba bajo la ventana de Martha. Y 
ésta bajaba a ella. Juntas daban paseos a la luz de la luna, y hablaban y 
hablaban. Pero Alice tenía bastante pronto sueño y tenía que volver a casa a 
dormir porque tendría que madrugar y trabajar todo el día.
No muy a menudo, 
pero sí de vez en cuanto, Alice tenía una carta de Jeb en Markham. Llevaban la 
carta y unas velas al otro extremo del pomar donde Martha leía la carta en voz 
baja mientras Alice le escuchaba; y hablaban y hablaban y hablaban de la carta y 
de Jeb. Estas noches Alice estaba tan excitada que parecía que su cara ardía con 
un calor que le quemara el cansancio. Y - mucho más tarde de lo habitual - era 
Martha quién al fin tenía que volver 
a sus cuartos, agotada y somnolienta. Y Alice paseaba sola por el pomar durante 
horas, mirando y volviendo a mirar la carta de Jeb, aunque no sabía leer ni una 
palabra...
Las primeras cartas 
trataron de Jeb mismo: lo que hacía, su nueva faena. Le habían puesto a trabajar 
en la cocina del castillo como marmitón: a fregar platos, cacerolas, y ollas; 
sacar afuera los desechos; llevar calderos de sopa, bandejas grandes de carne, y 
jarras de vino al comedor de los soldados; fregar el suelo; y dar vueltas a los 
espetones con cerdos enteros asándose.
Luego, mientras iba 
conociéndoles mejor, también escribía de los demás trabajadores de la cocina y 
de los otros que compartían su dormitorio [había cuatro camas en él y tres o 
cuatro chicos por cama]. Algunos, como Jeb, trabajaban en la cocina, mientras 
otros en los establos, la armería o la fragua.
De estos chicos Jeb 
empezó a oír como era la vida en Markham. Escribió que la mayoría de ellos tenía 
historias de algún conocido que había sido robado o azotado o incluso matado - 
no por bandidos sino por soldados del duque -. La gran parte de la gente parecía 
vivir con el miedo de que, en cualquier momento, unos soldados pudieran 
aparecer, a robar gallinas o cabras, o comida de la mesa misma. Y escuchando a 
los soldados mientras comían, Jeb oía más o menos la misma historia: pero 
contada esta vez ni con ira ni con susurros de miedo, sino con chistes y 
risas... “Entonces el desgraciado dice: ‘¡No puede tratar a mi cerdo de esta 
manera!’ Y el capitán dice: ‘¿Que no? ¿Quién me lo dice? Tonto perdido, te puedo 
tratar a ti de esta manera.’ Y empuja 
al viejo desgraciado en el barro y empiece a golpearle a él con el bastón. ¡Ja ja ja! ¡Eso sí que 
era bueno!”
Un par de veces Jeb 
vio al duque mismo, cuando éste bajó al comedor de los soldados para dar nuevas 
órdenes y contar chistes con los soldados. Jeb escribió que el duque era tan 
cruel como sus hombres. Una vez dio una patada a un sirviente que llevaba una 
bandeja de carne y estaba lo bastante descuidado como para meterse en el camino 
del duque. Entonces el duque mandó azotar al sirviente por dejar caer al suelo 
la carne. Los soldados parecían tenerle al duque una mezcla de miedo, 
admiración, y envidia.
Jeb oía también de 
los rebeldes [o bandidos, o forajidos] que de vez en cuando atacaban una 
patrulla de soldados. Algunos de los chicos hablaban de ellos con admiración, 
mientras que los soldados hablaban de ellos con un desprecio fingido, teñido de 
miedo. Pocos rebeldes se dejaron capturar. Y éstos serían torturados y matados 
sin dar ninguna información que ayudara a la captura de otros. Al parecer eran 
personas normales que habían dejado sus hogares para ser forajidos. Según los 
soldados, eran ladrones y asesinos sin piedad, pero los chicos decían que estos 
forajidos nunca atacaban a gente corriente: sólo a soldados y a agentes de 
impuestos.
“El duque debe coger 
impuestos y mandar una parte al palacio del rey,” explicó un chico, “pero coge 
muchísimo más de lo que debe hacer, para quedárselo.”
Otro chico contó 
como su familia había dado refugio a una forajida por una noche. “Nos dijo que 
si los soldados oyeran hablar de ello, que les dijéramos que nos había forzado a 
ayudarle y que ella había robado la comida. ¿Entiendes? Si los soldados 
descubren que has ayudado a un forajido, te castigan 
fuerte...”
Jeb escribió todo 
esto a Martha y Alice, con otras noticias suyas.
Y entonces las 
cartas dejaron de llegar. El mensajero dijo a Alice que no había visto a Jeb en 
sus tres últimos viajes pero que esto no era de extrañar. Tenían un escondijo 
detrás de los establos donde él dejaba las cartas de Alice para Jeb y recogía 
las de Jeb para Alice, por si les era imposible verse a solas. Lo extraño era 
que Jeb no había recogido las últimas dos cartas de Alice, y que no había cartas 
suyas dejadas.
Por supuesto Alice y 
Martha estaban preocupadas. ¿Qué podría haberle pasado? ¿Estaría en la mazmorra 
por alguna razón? ¿Estaría enfermo? ¿Habría perdido el puesto de trabajo y 
tenido que irse del castillo? ¿Se habría escapado, quizás para volver a ellas, 
tal como había prometido a Alice? ¿O quizás para unirse a los forajidos? Pero en 
este caso, ¿no habría dejado una última carta para dejarles saber lo que pensaba 
hacer?...
Alice quería pedir 
al mensajero que descubriera lo que había ocurrido a Jeb, pero Martha le dijo 
que si el mensajero hiciera demasiadas preguntas acerca de Jeb, alguien podría 
descubrir lo de las cartas secretas entre ellas y Jeb. Entonces habría problemas 
para el mensajero...
“Y no sólo para él. 
Si Jeb ya está en líos, esto sólo le metería en más. Y si no está en líos, esto 
podría causárselos.”
“Quizás tengas 
razón,” respondió Alice, “y sería horrible meterle en líos si todavía no los 
tiene... Pero, ¿y si los tiene? ¿No escribiría si no?” Permanecía sentada 
durante mucho tiempo, mordiéndose el labio, mirándose las manos. De súbito miró 
a Martha y dijo: “Iré a Markham. Iré allí y me enteraré de lo que le 
pasa.”
“Pero ¿y si él está 
en camino hacia aquí? Te dijo que volvería. ¿Qué pasa si ya está de 
camino?”
“Nos habría mandado 
un mensaje. No: ya me lo he pensado y voy a ir a ver qué le pasa y a ver si 
necesita ayuda.”
No había nada que 
Martha pudiera decir para hacerle cambiar de idea. Estaba 
decidida.
“Claro que te echaré 
de menos, pero hace dos años que le echo de menos a Jeb, y todo por culpa de tu 
padre. Dándonos órdenes, decidiendo nuestras vidas. Ya me basta. ¡Me lo he 
tragado toda la vida! ‘No puedes hacer esto, tienes que hacer eso. Vete allá, 
ven aquí, salta ¡haleop! Tendrás que alimentar a la princesa antes que a tu 
propio hijo, y asegurarte que ella haya bebido bastante antes de darle ni una 
gota a él.’ Si hubiera tenido menos leche, habría sido Jeb quien iría sin. 
Habría crecido débil quizás, o incluso podría haber muerto. Ya les ha ocurrido a 
otros así.”
En realidad Alice se 
estaba hablando a sí misma, estaba diciendo cosas en voz alta que siempre había 
mantenido muy a dentro. Incluso había olvidado que Martha estuviera allí, hasta 
levantar la mirada y captar lo que había en los ojos de la 
joven.
“¡Oh mi querido 
cariño!” gritó, abrazando a Martha con pasión. “¡No me mires así! No es tu 
culpa, y nunca lo ha sido. Tú sabes 
que te amo como si fueras mi propia hija. Y tú me amas a mí, y nunca has ido 
dándome órdenes. Y me las he arreglado con vosotros dos, y a Jeb nunca le ha 
faltado nada. Pero podría haberle 
faltado por culpa de tu padre. Y ya no voy a dejarle manejar mi vida de esa 
manera.”
Ahora estaba 
llorando. Y Martha, abrazándole fuerte, lloraba también. Lloraron mucho rato, 
silenciosa y profundamente.
Cuando la tristeza, 
la pena, la amargura se habían mitigado un poco, 
empezaron a hablar de los planes de Alice para ir a Markham. Martha quería darle 
un caballo pero Alice lo rechazó, diciendo que sólo llamaría atención a ella y 
haría más fácil que la capturaran. Iría a pie, y sin duda podría subir alguna 
vez en el carro de algún paisano. Martha sí que le dio algo de 
dinero.
La noche antes de la 
que Alice pensaba marcharse, Martha no podía dormir. Salió por la ventana y bajó 
a tierra. Entonces fue en medio de la oscuridad al dormitorio de Alice. Se metió 
en la cama de Alice y por fin, abrazando a la mujer mayor, pudo 
dormirse.
metió 
en la cama de Alice y por fin, abrazando a la mujer mayor, pudo 
dormirse.
Después de marcharse 
Alice, Martha estaba aún más aburrida, aparte de más triste, y encontraba aún 
más desagradable la compañía de las damas de honor. Se escapaba más y más a 
menudo del palacio.
A veces iba al 
pueblo para visitar amigos allí; pero tenía que estar muy atenta de no ser vista 
y reconocida por los soldados del rey. Ya no podía sentarse con grupos grandes 
de amigos en la plaza o en la taberna - como había hecho de antaño con Jeb - 
contándose cuentos, riéndose de plena voz, o cantando juntos. Ahora tenía que 
visitar a los amigos en secreto, encerrados en sus casas, escondidos de ojos 
espías... y siempre con el miedo de que podría ser hallada y que se montaría un lío 
contra sus amigos. Pensaba en las cartas de Jeb, en los forajidos de Markham que 
traían peligro a sus amigos y a sus familias, a cualquiera que les 
ayudara.
“¡Soy una forajida!” susurró Martha a sí misma. “¡ Soy una princesa forajida!”
Y – como también eran amigos de Jeb y Martha podía fiarse (¿no lo habían demostrado ya por su voluntad de correr riesgos para ella?) – les contó a sus amigos lo de los reportajes de Jeb desde Markham. Se convirtieron en tema de largas conversaciones y de debates, del tipo que le había gustado tanto a Jeb.
También
pasaba 
  bastante tiempo a solas, errando en los bosques o por los acantilados sobre la 
  mar.
No tardó mucho que 
unos soldados de su padre la encontraron de paseo. Le acompañaron al palacio, 
donde la entregaron a su padre. El rey se enfadó mucho con ella y la mandó 
encerrar en sus cuartos durante una semana entera. Mientras tanto él se pensaría 
una solución más duradera para su hija desobediente y 
terca.
Pocos días después 
llegó noticia que el duque de Markham había sido matado, junto con veinte de sus 
soldados, cuando intentaron forzar a obedecer a una aldea que se había negado en 
su entidad a pagar el impuesto. Según el informe parecía haber sido una trampa: 
la aldea estaba llena de forajidos esperando la llegada de los soldados. Cuando 
Martha oyó la noticia, se pensó que era más probable que los aldeanos estaban 
hartos del tratamiento, de estar apretados, robados, y golpeados, y que habían 
decidido defenderse y luchar.
El rey estaba 
ultrajado por la noticia. Casi visiblemente tembló por la ira, y mandó reunirse 
a todos sus consejeros. Durante seis horas se pasaban sugerencias entre sí, pero 
el plan final era más que nada un invento del rey.
Al rey - igual te 
habrás dado cuenta - le gustaban mucho los planes que solucionaran dos problemas 
de una vez; y estaba muy satisfecho y orgulloso con su presente 
idea.
Habría un concurso 
de destreza, coraje, inteligencia, fuerza y resistencia. Al quien ganara el 
concurso se le concedería la mano de la princesa Martha y el ducado de Markham, 
que pasaría a ser un reino separado.
Todas las protestas 
de Martha fueron en vano. El rey estaba decidido. Como explicó a la reina, en 
hacer de Markham un reino en sí y concederlo a otro, Markham dejaría de ser su 
problema. Y en mandar a vivir allí a Martha, ésta tampoco sería problema 
suyo.
“El tipo de hombre 
que sepa reinar en Markham es el mismo que sabrá controlar a Martha. Ella, como 
reina - y especialmente como reina de Markham - tendrá que volverse muy pronto 
responsable y respetable. Y si no lo haga, ya será problema de su marido, no 
mío.”
A la reina Eleanor 
no le gustaba el plan, pero sus protestas no fueron tan fuertes como las de 
Martha, y pronto acabó - como de costumbre - aceptando como final la decisión de 
su marido.
Así que enviaron 
mensajeros a cada extremo del reino, con el anuncio del concurso para la mano de 
la princesa y el nuevo reino de Markham, mientras que el rey se encerró durante 
varios días en sus cuartos, a fin de trabajar los detalles del 
concurso.
Cuando Martha se 
enteró de la forma del concurso, recobró un poco de ánimo. Sería dividido en 
tres pruebas:
La primera prueba 
sería llevar una carga muy pesada desde el patio del palacio hasta la cima de 
una colina vecina, sin dejar tocar ni una vez la carga al suelo. Guardias serían 
apostados por la ruta para vigilar esto. Cualquiera que dejara caer la carga 
quedaría fuera del concurso. Sólo concursantes resistentes y fuertes quedarían 
para la segunda prueba.
Esta segunda prueba 
sería decir al rey lo escrito en un papel que el rey mismo habría escrito y 
metido en una caja. La caja sería luego metido  en un pozo profundo en la isla de la 
bahía, y dos perros guardias del palacio serían dejados en el pozo para vigilar 
la caja. El rey mandaría a los pescadores del pueblo que no utilizasen sus 
barcas los días del concurso para que los concursantes las pudieran usar para 
llegar a la isla. Sólo concursantes diestros y valientes podrían pasar a la 
tercera prueba.
La tercera sería 
batir al profesor de la princesa, o sea William, en una partida de tres hombres 
calvos. Nadie que no fuera diestro e inteligente podría aprobar esta prueba... y 
fue precisamente esto lo que le dio un poquito de ánimo a Martha. Sabía que 
William era un jugador excelente de calvitos; y quizás nadie podría 
ganarle.
Pero, ¿y si alguien 
pudiera? Y, de todos modos, Martha odiaba la idea de ser el premio, o una parte 
del premio, en un concurso - aún si nadie ganara -. Continuaba protestando a 
su padre pero éste estaba resuelto en su plan. Una vez, cuando ella se quejó de 
que ella misma no iba a tener ninguna elección en el asunto, él, esperando 
callarle, respondió:
“Bueno, he aquí lo 
que podemos hacer: si más de uno supera todas las pruebas, tú misma podrás 
ponerles una prueba de tu propia elección, para decidir el ganador definitivo.” 
Más de esto no concedería, y se cerró a todos los argumentos y 
súplicas.
Cuando Caroline e 
Isabel se enteraron del concurso [sin saber, por supuesto, cuáles serían las 
pruebas: éstas quedarían secretas para la familia real {y William, que tendría 
su papel}] se excitaron muchísimo, opinando que el plan era 
“¡romántico!”.
“¡Sólo piensa en 
todos los príncipes y caballeros y lores que competirán para tu mano!” gritó 
Caroline. “¿No estás excitada?”
Sí que Martha estaba 
excitada: pero no del modo que lo quería decir Caroline.
“Seguro que vendrá 
mi hermano,” añadió Isabel. “Imagínatelo: si gane él, ¡tú y yo seremos 
cuñadas!”
Sin embargo, eso 
tampoco sirvió de nada para alentar a Martha.
William lo sentía 
muchísimo por Martha, pero le dijo que no había mucho que él pudiera hacer: “Ya 
he hablado con el rey, para expresarle mi disgusto y mis mayores protestas. Él 
respondió que si yo me negara a tomar parte, él pondría a Arthur en mi sitio. Y 
- aunque lo diga yo - sería más fácil para los concursantes ganarle a Arthur que 
a mí...”
“¡Oh, William! ¡No 
rehuses tomar parte!” suplicó Martha. “Si no podemos disuadir a mi padre de esta 
locura entera, tú serás mi mayor esperanza.” Pero no dejaron de preocuparse... y 
el día del concurso se iba aproximando más y más.
{Fin 
de Capítulo 2}
El rey, de pie sobre 
la tribuna que había sido especialmente construida para la ocasión, hablaba a la 
muchedumbre de concursantes. Detrás de él estaban sentadas su esposa y su hija, 
o sea la reina y la princesa.
La muchedumbre era 
grande e incluyó todos los príncipes de los reinos vecinos, impacientes por un 
reino propio ¡y ya! para añadir [en casos de los príncipes primogénitos] al que 
un día heredarían de sus padres. Los príncipes no primogénitos no heredarían, 
claro, ningún reino; pero ¡aquí su oportunidad de ganarse uno! Daba igual que 
fuera uno pequeño: de hecho sólo un ducado que se llamaría 
reino.
Además de los 
príncipes, había una buena cantidad de duques, lores, condes... [no tan sólo estaba el hermano de lady Isabel, por ejemplo, 
sino también su padre, el sesentañero viudo conde Corar]. También había 
caballeros y no pocos hombres humildes. ¡Que un sastre pueda llegar a ser un 
rey! Era un sueño que podría hacerse realidad...
Pero cuando el rey 
explicó lo que serían las tres pruebas, los presuntos concursantes humildes se 
menearon la cabeza. Deberían haber sabido que fuera imposible. O sea que una de 
las pruebas sería leer un escrito, ¿y cómo diablos se podría suponer que ellos - 
pobres sastres, peones, y pescadores - hubieran aprendido a leer? O callados o 
bien gruñendo, salieron del grupo de concursantes, entraron en la muchedumbre de 
espectadores, y o guardaban silencio, cabeza abajo, o contestaron enfada y 
bruscamente a los otros, sus vecinos y amigos, que se burlaban del sueño perdido 
de aquel reino...
El rey había sabido 
que esto ocurriría. [Era, de hecho, parte de su plan, para asegurarse que ningún 
hombre humilde pudiera casarse con su hija y ganarse una parte del reino.] 
Esperó que salieran, y que el grupo de concursantes fuera más pequeño, entonces 
siguió:
“Los concursantes 
que superen la primera prueba recibirán un anillo de cobre, los que superen la 
segunda prueba recibirán un anillo de plata, y él que supere la tercera prueba 
recibirá un anillo de oro. Tan sólo él que lleve los tres anillos podrá casarse 
con la princesa y reinar en Markham. Si resulta que más de uno ganase los tres 
anillos, la princesa Martha les pondrá una cuarta prueba. Si esta prueba es tan 
difícil que nadie la pueda superar, si más de uno la supera... o si la princesa 
decide no ponerles una prueba, yo mismo elegiré el 
ganador.
“El concurso acabará 
mañana a la puesta del sol. En aquel momento los tres anillos ya tendrán que 
haber sido ganados. La princesa tendrá entonces hasta la mañana siguiente para 
decidir su prueba... Que se empiece.”
Y se empezó. Para la 
primera prueba sólo se habían preparado veinte cargas pesadas, y quedaban más de 
cien concursantes todavía con esperanzas, así que echaron suertes para decidir 
el orden de empezar. El rey les explicó que podrían probar la carga e intentar 
levantarla más de una vez; pero que, una vez salido por el portal del palacio, 
no habría regreso: sólo llegando a la cima de la colina  sin dejar caer la carga podrían seguir 
con el concurso.
De los veinte 
primeros, dos no podían ni levantar la carga, y abandonaron el concurso. Como 
dijo uno de éstos [el conde Corar, por ser preciso]: “¿¡De qué me sirve matarme 
en el intento de ganar!?” Sus puestos pasaron a otros dos. Algunos dejaron caer 
la carga una, dos, o hasta tres veces: pero como todavía no habían pasado por el 
portal, podían volver a levantarla y seguir con la prueba.
Tres tuvieron la 
mala suerte de dejar caer la carga poco más allá del portal y así perdieron su 
oportunidad. Se dejaron teñir el pulgar izquierdo con tinta púrpura, para 
asegurar que no podían empezar de nuevo. Ya había bajado el número de 
concursantes...
De la primera 
veintena, sólo nueve llegaron con su carga a la meta, donde el capitán de la 
guardia palacial les esperaba con los anillos de cobre. Cada uno, una vez 
recibido su anillo, corrió a la mar, donde las barcas pesqueras esperaban sobre 
la playa. Las cargas, mientras tanto, fueron transportadas por carro al palacio, 
donde más concursantes guardaban su turno.
En la sala de tronos 
estaba sentado el rey, con Martha y la reina Eleanor, una a cada lado. El primer 
concursante entró cojeando y con manchas de sangre en el pantalón. Hizo una 
reverencia al rey, otra a la reina, y otra a la princesa.
“Bueno,” dijo el 
rey. “¿Qué dice el escrito?”
“El escrito, Su 
Majestad, dice ‘La princesa Martha podría pronto ser mía.’ “ 
E hizo un guiño en dirección de Martha.
Martha se notó 
enrojecer y se preguntó si fuera más ira o más humillación lo que sintió. Empezó 
a protestar ya una vez más a su padre, pero éste hizo caso omiso de su protesta 
y asintió con la cabeza al concursante.
“Es cierto,” le 
dijo. “Adelante.” Le otorgó un anillo de plata y le despidió. Con lo que podía 
pasar a la tercera prueba, la partida de calvitos contra William. Aquí se 
encontraron las esperanzas de Martha y ésta salió para ver la partida. William 
ganó con facilidad y las esperanzas de Martha empezaron a 
subir.
Abajo en la playa, 
mientras tanto, había novedades. El quinto concursante que bajó de la colina 
aprovechó la ventaja que llevaba al sexto y - antes de que llegara éste - 
agujereó tantas barcas como pudo. Luego, de vuelta de la isla pero antes de 
llegar a tierra, hundió su barca y nadó hasta la playa. Pronto otros le 
siguieron el ejemplo. Cuando habían vuelto de la isla trece concursantes, todas 
las barcas ya estaban fuera de servicio. Todo el que llegara más tarde tendría 
que nadar a la isla. Y ¿si no sabía nadar? Pues, ¡mala suerte, 
hombre!
Cuando el rey oyó de 
esta estrategia nueva, le encantó. “La prueba de inteligencia debía ser la 
tercera,” dijo riéndose, “pero ¡parece que algunos concursantes ya se están 
mostrando muy listos! Esto debe hacer más difícil aún el concurso, y supongo que 
habrá menos concursantes para la tercera prueba.”
Algunos de los 
concursantes que no sabían nadar, y así no llegarían sin barca a la isla, 
estaban ofreciendo sumas grandes de dinero a los carpinteros del pueblo para que 
repararan las barcas.
Cuando el rey ya 
había otorgado veinticuatro anillos de plata, ocurrió otra cosa. El concursante 
vigésimo quinto, caballero, aún húmedo después de su natación [a pesar de que se 
hubiera secado tanto como pudo], entró con un aire muy nervioso e hizo sus 
reverencias.
“¿Y cual es el 
mensaje?” le preguntó el rey.
“El mensaje... es... 
El mensaje, Vuestra Majestad, es...” y el caballero tragó saliva antes de 
seguir: “es ‘El rey es un bobo.’ “
“¿¡¿QUÉ?¡?” 
rugió el rey, furioso. 
“¡Guardia! Que este payaso se encierre en la mazmorra.” 
... Y el caballero se vio arrastrado por dos 
guardias.
Pero a partir de 
este momento, la respuesta siempre sería la misma: “El rey es un bobo.” Cuando 
Martha oyó los rumores que algo de extraño había pasado, dejó de mirar la 
partida de ese momento y corrió a la sala de tronos. Y cuando oyó el mensaje 
nuevo, se le escapó una risa, la cual supo transformar en tos, a la vez que el 
rey clavó en ella sus ojos llenos de fuego.
“Pero, Querido,” 
sugirió la reina, “es obvio que alguien ha cambiado el papel por un otro, y que 
cualquier que venga ahora con el mensaje nuevo al menos habrá demostrado que ha 
llegado a la isla y leído el único mensaje que hay allí. Siendo así, ¿no debería 
considerarse que ha cumplido la prueba?”
“¡Nunca! ¡De ninguna 
manera con ese mensaje!” le contestó el rey, reventándose.
Martha cobró aún más 
ánimo. Esto significaría todavía menos concursantes para la tercera prueba, y 
así menos probabilidad de que hubiera un ganador. Tan sólo veinticuatro habían 
superado la segunda prueba, y de éstos, ocho ya habían perdido la partida de 
calvitos contra William... Sin embargo, ella consideraba bastante curioso el 
hecho de que los concursantes recientes, los cuales habían repetido de buena fe 
el mensaje que habían leído en el papel, se tratasen como fallados, mientras que 
el delincuente de verdad [él que había hecho trampa e insultado al rey con el mensaje nuevo] 
se podía suponer que sería uno de esos veinticuatro aprobados, y podría ganar. 
[Al menos se había liberado de la mazmorra al pobre caballero: hasta el rey 
tenía que reconocer que no fue culpa suya el leer el mensaje falso - sin pensar 
en los hijos mayores de dos duques ni en el príncipe de un reino vecino, los 
cuales {entre otros} también habían repetido el mensaje falso. Si hubiera 
mandado encarcelar a éstos, se 
hubiera creado bastantes  problemas 
para sí.]
Se dejó proclamar 
que el mensaje en la isla se había cambiado y que ya no valía la pena 
descubrirlo. A oír esta noticia, los concursantes todavía en la playa, esperando 
la reparación de las barcas, soltaron un rugido grande, al igual que los que 
estaban acabando - o bien a medio acabar - la primera prueba. Pero la decisión 
del rey quedó inflexible.
Ahora todo dependía 
de William. En camino de vuelta a la tabla de calvitos, Martha esperaba que él 
no le fallaría. Pero, llegada allí, vio que todavía se 
jugaba la misma partida que ella había dejado cuando fue a la sala de tronos. A 
William le había costado menos tiempo batir a todos los concursantes previos que lo 
que duraba esta una partida. La partida duró todavía una hora más... y fue 
William quien la perdió. A Martha se le cayó el corazón al suelo. Lady Isabel 
estaba por los cielos - el ganador no era otro que su 
hermano.
Así que había 
ocurrido. Había un ganador. Martha miró alguna partida más pero se sentía 
demasiado entumecida para prestarles atención. Ya no importaba que William batió a los cuatro siguientes en tan sólo una hora. William 
le miró a ella, y ella pudo leer en sus ojos que él se sentía culpable de 
fallarle. Ella le señaló, también con los ojos, que no era culpa suya, pues ella 
sabía que él había hecho todo lo posible.
Al anochecer, de los 
veinticuatro que habían superado la segunda prueba, diecinueve estaban ya fuera 
del concurso, dos llevaban los tres anillos, y tres quedaban aún por jugar a 
calvitos. El rey había mandado mudar la tabla de calvitos a la sala de tronos, 
donde él pudiera ver las partidas.
Entonces sir Rodney, uno de los últimos tres concursantes, hizo algo que dejó asombrados a todos. Apenas empezada la partida de calvitos, se puso de pie de un salto, sacó un bastón escondido entre los pliegues de su manto, y empezó a golpear a William por la cabeza y los hombros. Todos se pusieron de alboroto. Sir Rodney se encontró inmediatamente sujetado por cuatro guardias, mientras el rey gritó: “¿¡Qué demonios significa este ultraje!?”
Sir Rodney esperó hasta amenguar el alboroto. Entonces hizo una reverencia [tanto como pudiera sujetado como estaba] y dijo:
“Tened la bondad de escucharme, Vuestra Majestad. He superado dos pruebas y hacía falta superar la tercera para poder ganarme la mano de la princesa. Pues, muy bien sabía que no tenía ni la menor posibilidad de ganar una partida de calvitos contra este anciano. Si apenas lo sé jugar. Pero, como Vuestra Majestad recordará, la tercera prueba era de batir al profesor real a una partida de tres hombres calvos. Vuestra Majestad, estuvimos en una partida de tres hombres calvos y, como acabáis de ver, he batido al profesor real.”
El rey, ceñudo, consideró este argumento durante un tiempo. Entonces soltó una risa.
“Bueno,” dijo, “la tercera prueba debía ser una prueba de inteligencia, y esto sí ha mostrado una cierta inteligencia mañosa y artera… y bien podría ser exactamente lo más apropiado para reinar en Markham. Adelante a por tu anillo de oro.”
Martha [que había corrido al lado de William y había estado comprobando que éste – aparte de estar aturdido – no había sufrido gran daño] oyó las palabras del rey como ofuscada. Ahora, furiosa y con todo el color huido de su cara, gritó: “¿¡Cómo puedes!? ¡Me moriría antes de casarme con este… este…!” Pero no encontró ni una palabra capaz de describir al agresor de William. Mandó a la cama de inmediato a William y anunció que ella también se iba a retirar. Y que no le llamaran a ella el día siguiente para que hiciera de testigo de ni un minuto más de este espectáculo.
“Y,” concluyó “si William no está en condiciones mañana, ya podéis dar el anillo de oro también a los dos últimos. No permitiré que saquéis a William de su cama si no está perfectamente bien.”
Y con esto se fue. Cerró su puerta con llave desde dentro y no dejó entrar a nadie: ni siquiera a su madre. Su padre ni lo intentó…
Se notó que había luz en sus cuartos hasta muy entrada la noche, y al día siguiente no bajó ni a almorzar ni a comer al mediodía. Por aquello de William, al día siguiente se sentía de todo bien y no tuvo ningún problema en ganar las dos últimas partidas.
A medía mañana hubo una sorpresa. Corrió la voz de que se había presentado un nuevo concursante. Un concursante que no tenía pinta de ser ni príncipe, ni duque, ni siquiera caballero, como que iba vestido de ropa ruda y remendada en varios puntos. Tenía que

haber venido de lejos, dijeron los unos a los otros, porque iba cubierto de polvo y barro. Y no podía ser un rico con aquel corte haraposo de pelo y de barba.
Pero sin embargo pidió ver al rey, pidió ser aceptado como concursante para la mano de la princesa.
“Ya sé que vengo tarde, Su Majestad, pero es largo el camino que he recorrido. Entiendo por la gente que he visto que tengo hasta la puesta del sol para acabar con las tres tareas.”
“Y esta gente ¿te dijo qué son las tres tareas?”
“Sí, Su Majestad, ya sé qué son.”
“Y ¿no te dijeron que ya no vale la pena intentarlo, siendo cambiado el mensaje en la isla, que sólo aceptaremos el original?”
“Eso también he oído, Su Majestad, y que todos dicen que no quedan esperanzas. Pero yo no creo en perder la esperanza. Quizás tengo un talento para leer mensajes que ya no están. Eso sería útil en Markham, ¿no lo cree, Su Majestad?”
“Oír que sabes leer de manera cualquiera ya me sorprende. Muchos como tú se retiraron del concurso por no saber leer. ¿Dónde lo has aprendido?”
“De un amigo, Su Majestad. Y no creo que haya muchos como yo.”
Tenía una respuesta a todas las preguntas del rey y éste no vio razón para negarle intentar las pruebas. No había manera alguna que ganase, pero esto era problema suyo, no el del rey. Así que el rey mandó llevar al nuevo al patio, donde le enseñaron las cargas.
“¿Y tengo que llevar una de éstas a la cima de aquella colina? Pues eso ya será fácil…”
Vaciando el saco que llevaba al hombro, puso una carga dentro y lo subió de nuevo al hombro. Entonces salió, despacio pero con certeza, rumbo a la colina. El rey reconoció la maña de usar el saco. Bueno, no había ninguna regla en su contra. Mandó a dos guardias a acompañar al concursante nuevo, para asegurar que no dejase caer el saco con la carga antes de llegar a la cima.
Después de algún tiempo estaban de vuelta, y se le dio un anillo de cobre. Entonces, a por la segunda prueba. Pero antes de bajar a la playa, miró a la ventana de Martha. Pero ¡¿cómo sabría un desconocido como éste cual era la suya?!
Ya había corrido la noticia del recién llegado, y todos los del pueblo, junto con muchos de los concursantes – o exconcursantes – estaban en la playa para verle averiguar que ninguna barca era capaz de flotar, antes de lanzarse al agua y nadar a la isla. Había un susurro de especulación entre la gente mientras esperaban la vuelta del extranjero. Pero ¿¡cómo podría leer un mensaje que ya no estaba!?
Y entonces le vieron gatear por las rocas, viniendo de otro punto de la costa. Debía haber nadado un curso más largo de vuelta. ¿O le había llevado una corriente marina?
“¿Cuál es el mensaje? ¿Cuál es el mensaje?” gritaron los del pueblo, mientras se arremolinaron a la figura mojada que subía el camino hacia el palacio.
Pero vino la respuesta: “El verdadero mensaje puedo decírselo sólo al rey en privado. El mensaje que ahora está allí, que no vale nada,” hizo una pausa, “en cuanto al concurso, es ‘El rey es un bobo.’ “
A oír esto la muchedumbre bramó de risa porque, aunque habían oído que alguien había cambiado el mensaje, hasta este momento nadie había delatado ni el original ni el sustituido. ¡Estaban todos a favor de este recién llegado!
El rey le recibió en privado y le oyó decir que el mensaje original y verdadero era: “La princesa Martha podría pronto ser mía.” No llegó a entender como el extraño lo hubiera descubierto, pero le otorgó un anillo de plata, y allá a la tercera prueba.
Al sentarse a la tabla de calvitos y enfrente al profesor real, esta persona tan misteriosa le miró con atención y le preguntó: “¿Estarás recuperado después de la paliza de ayer, amigo mío?”
William levantó la mirada con sorpresa y miró fijamente en la cara oscura frente a la suya un rato antes de contestar: “Sí, de todo recuperado, gracias, amigo… ¿Queremos empezar?”
Fue otra partida muy larga, y el rey la miraba con interés. Había un par de momentos en los que se preguntó si la paliza del día anterior no habría afectado a William más que éste había admitido, porque hizo unas jugadas algo extrañas. Al parecer, el concursante también se sorprendió y contempló posibles trampas en preparación, pero acabó aprovechando estas jugadas extrañas de William. Después de dos horas se acabó la partida, y el rey tuvo que conceder el tercero, el anillo de oro.
La gente afuera se había puesto inquieta. Cuando oyeron esta noticia, se levantó un fuerte grito de alegría. ¡Que uno de los suyos, un joven común, se había ganado los tres anillos! Ahora todo dependía de la prueba que les pondría la princesa… Pero ella no sabría nada del recién llegado éste. Sabían [porque la noticia se les había filtrado] que la princesa había estado todo el día encerrada en sus cuartos.
Al anochecer el rey mismo fue a la puerta de la princesa y la golpeó con fuerza. “Ha llegado el anochecer: ha pasado el término, y son cuatro los que han superado las tres pruebas.” No hubo respuesta. “Como no tengas una prueba para ellos mañana por la mañana, soy yo quien elegirá el marido para ti…” Todavía no hubo respuesta, y el rey descendió enfadado a la sala comedor. Pues, al menos iba a quitarse de encima esa hija tan testaruda. Y bien pronto…
Dos horas más tarde, Martha abrió su puerta y pidió que se le trajera a sus cuartos una cena. Cuando la sirvienta se la trajo, Martha le preguntó acerca del alboroto que había visto antes desde su ventana. Así es que oyó del concursante misterioso. Mostró mucho interés e hizo a la sirvienta todo tipo de preguntas sobre él, lo cual sorprendió a la sirvienta, pues Martha nunca había mostrado tanto interés positivo en el concurso ni en los concursantes. [A decir la verdad, Martha le había hecho lástima a la sirvienta, igual que a muchos del palacio, porque era muy apreciada de todos, y sabían cuanto se oponía al asunto entero.] Después de cenar y de escuchar todo lo que la sirvienta le podía contar, Martha le pidió que esperara mientras escribía un mensaje para el rey:
Se lo había pensado y estaba dispuesta a ponerles una prueba a los concursantes y a ir a Markham con el ganador, si a cambio el rey le concedía dos favores. Que dejase que William – y cualquiera otra persona del palacio o del pueblo que lo quisiera – le acompañase a ella a Markham y viviese allí. Y que le proporcionara un caballo a cada una de estas personas, además carros suficientes para llevar sus bienes. Por otra parte, así no haría falta darle una escolta de soldados.
Le recordó que él bien podría prescindir de William, pues éste era viejo, y además ya no haría falta un profesor para ella. En cuanto a tener en el palacio a un jugador excelente de calvitos, varios de los concursantes habían batido a William al juego: el rey seguramente podría convencer a uno de estos que le reemplazara. Después de todo, sólo uno de ellos ganaría la prueba final e iría a Markham.
“¿No sería sir Rodney un compañero de juego ideal para ti?” pensó con malicia, pero por supuesto no lo escribió. No habría ninguna ventaja en provocarle ahora superfluamente. Eso sólo haría menos probable que él aceptara sus condiciones. Por la misma razón no las llamó condiciones, sino favores. Tampoco escribió que, en el caso que él rechazara su petición, ella montaría una bronca o se negaría a casarse. No tenía porque escribirlo. Sabía que él era lo bastante listo para darse cuenta que el dejar marcharse a William sería un precio muy bajo para la cooperación sumisa de ella… En cuanto a los caballos y carros, esto no causaría ningún problema: él podría bien prescindir de ellos. En todo caso, él seguramente supondría que ninguno de sus súbditos [aparte quizás de William, quien obviamente quería a la chica] le seguiría voluntariamente a ella hasta aquel lugar peligroso… Acabó el mensaje pidiéndole que se lo pensara y le diera una respuesta la mañana siguiente.
A la mañana siguiente, Martha bajó de sus cuartos con la cabeza cubierta en una mantilla y con un aire en general bastante sumiso. Sin embargo, insistió en explicar la prueba desde la tribuna, fuera del muro del palacio. Cuando los del pueblo vieron que algo iba a ocurrir, corrieron a presenciarlo.
Para empezar, Martha preguntó en voz baja a su padre si él aceptaba su petición. Él contestó que sí [a no ser que el futuro marido le pusiera reparos.] Añadió que William ya estaba informado y estaba preparándose para el viaje. Entonces Martha se dirigió al público y anunció en voz alta, para que todos le oyeran, que su padre el rey le había concedido benévolamente unos favores. Dejó que el rey dijera al público lo que benévolamente había concedido.
Un zumbido de cuchicheo pasó por el público. Cuando éste se había calmado Martha pidió que los cuatro concursantes con el anillo de oro se presentasen. Pero sólo había tres. La muchedumbre soltó un quejido de desilusión. ¡¡¡El joven misterioso no estaba!!!
“No importa,” dijo Martha. "He oído que ha venido de lejos. Quizá está reposando… como la cuarta prueba no se realizará hasta la tarde, todos los concursantes tendréis todo el día para descansar…
“Me gustaría dar las gracias a mi padre el rey por esta oportunidad de empezar una nueva vida en Markham…” [Otro zumbido corrió por la muchedumbre: ¡¿Has oído eso?! ¿No me habías dicho que estaba disgustado con todo esto? ¡Y ahora le da las gracias al rey! ¡Una “vida nueva” en Markham! ¡La ostia! Pero ¡mirad la cara su Majestad! Parece tan sorprendido por lo que ha dicho la princesa…] “Desde hace algún tiempo he estado bastante infeliz aquí y por eso estaré contenta de irme. Será triste tener que despedirme de amigos y amigas que he hecho aquí,” [aquí las damitas Isabel y Caroline sonreían…] “y solo espero que algunos habréis decidido – o pronto decidiréis – uniros a mí en esta nueva aventura.” [… y aquí dejaron de sonreír.]
He oído que Markham es un lugar peligroso. Puede que sea cierto, pero parece existir alguna duda sobre quién está más perjudicado por este peligro. Algunos hemos tenido el privilegio de sentir otras versiones de la realidad de allí.” [Aquí el rey se mostró aun más sorprendido.] “Quizás será posible hacerlo un lugar menos peligroso para todos. Lo espero con todo corazón. Hasta ahora, los métodos usados para contrastar los problemas han sido la violencia y los impuestos exorbitantes.” [El rey parecía realmente pensativo.] “La violencia y los impuestos exorbitantes se han probado como peor que inútiles para resolver nada . No tendré ningún marido que tiene pensado usar estos métodos,” dijo, clavando una mirada afilada en sir Rodney.
“La cuarta prueba, la mía, hará – espero – patente cuál de los concursantes es lo bastante valiente y bastante inteligente para probar otros métodos de persuadir….” Hizo una pausa. La muchedumbre estaba fascinada por el contraste entre su vestido sumiso y su discurso nada sumiso. Unos cuantos del pueblo (y también unos en el servicio palacial) que todavía no se habían decidido se estaban dejando influir. “Hasta ahora en este concurso, parece haber habido una cantidad apreciable de timos. Violencia, sobornos, engaños, favoritismo. En un intento de controlar esto, la cuarta prueba será juzgada por… “ [¿Sí? ¿Sí? La muchedumbre le prestaba toda su atención. Martha lo sabía, y jugaba su ventaja ] “... una vaca.” [El rey estaba a punto de sufrir un patatús. Ya había decidido cuál de los concursantes era su preferido, y había estado esperando oír cuál sería la prueba nueva, para poder pensar en cómo… influir en el resultado. ¡¡¡Una vaca!!!]
“Cuando las vacas entran desde sus pastos esta tarde, la que llamamos La Morena estará separada de las demás y traída aquí delante de esta tribuna. Los cuatro concursantes se pondrán en un semicírculo ancho a su alrededor.” [Indicó con su brazo un semicírculo entre el lugar donde estaría la vaca y la muchedumbre, que le estaba mirando fijamente.] “Cualquiera de los concursantes que sepa atraer la vaca hacia sí se considerará el vencedor, habrá ganado el nuevo reino de Markham y mi mano. La violencia y las amenazas no estarán toleradas. Si alguno de los concursantes da miedo a la vaca, se considerará perdedor. Para castigarle, estará entregado a…” [otra de sus pausas reales. ¡¿Realmente estaba disfrutando de todo esto?! ¿Quién lo habría creído?] “… los del pueblo. Vosotros sabréis qué hacer con él, ¿verdad?”
Apareció una sonrisa en la cara de cada pueblerino. Muchos rieron abiertamente. Algunas de las risas eran más ásperas que otras. Los tres concursantes presentes se miraron nerviosamente.
“Para limitar las posibilidades de sobornos, cualquiera de los espectadores que grite para espantar la vaca hacia un concursante en particular – de hecho, cualquiera que grite o que espante a la vaca de la manera que sea – estará entregado al castigo del pueblo… ¿Alguna pregunta?... Ah, sí, si quieres sobornar a la vaca, esto sí que estará permitido.” La muchedumbre entera de pueblerinos, muchos del palacio, incluso algún soldado, lanzaron una risa bien fuerte.
“Agradezco vuestra atención amable. También agradecería vuestra presencia esta tarde para asegurar que se haga justicia.” [Ahora bien, fue totalmente innecesario decir eso . ¡Ninguno que hubiera presenciado lo transcurrido habría perdido por nada el gran final!] Martha hizo una reverencia a la muchedumbre, otra a su padre, una tercera a la muchedumbre (otra vez) [¡vaya impertinente!] y entró en el palacio para desayunar.
Tal como Martha había esperado, el rey había supuesto que nadie aceptara su oferta de un paso libre a Markham. ¡El sitio era demasiado peligroso! Pero mal había calculado la popularidad de Martha, tanto en el palacio como en el pueblo. Sin mencionar el efecto que había tenido su pequeña “actuación” de esta mañana… Todavía mientras Martha almorzaba, aquí y allá algunas personas estaban echando sus pocas posesiones juntas en bultos y empezando a despedirse de los vecinos y compañeros de trabajo.
Avanzó el día. Martha pasó gran parte de él en consulta con William, otra parte en preparar un par de baúles de pertenencias especiales. Rió vivamente cuando le trajeron la noticia que se había visto a uno de los concursantes andando por los pastos y hablando en tono de súplica con La Morena. Ésta no había parecido prestarle mucha atención. [Quizás sería de interés explicar aquí que La Morena había sido la vaca preferida de Alice.] Pero entonces Martha se preocupó. “Quizás no debería reírme: nunca se sabe con las vacas… Sí que escuchan, aun cuando fingen que no. Ay, Morena, ¿no me defraudarás, verdad?”
También le dijeron que el concursante misterioso no se había dejado ver en ninguna parte. Que aunque el rey hubiera ordenado a sus soldados que ¡ le encontrasen ! éstos no habían tenido suerte. La sonrisa de Martha cuando oyó esto sólo servía para incrementar el misterio. También miró de reojo el armario alto en el rincón de su cuarto, pero afortunadamente nadie se dio cuenta de este detalle…
Cuando aun faltaba media hora para que entrasen las vacas desde sus pastos diurnos, todos los del pueblo, todos del palacio que no estaban trabajando en ese momento [e incluso algunos que tenían que haber estado trabajando…] se encontraron delante de la tribuna. No vieron a Martha. Después de otro cuarto de hora, William avanzó hasta el borde de la tribuna y se dirigió a la muchedumbre:
“La princesa me ha pedido que os diga que todavía tiene algunas cosas que hacer para preparar nuestra salida. Me ha pedido pasaros sus disculpas y recordaros de su deseo que os aseguréis que se haga juego limpio. Tiene mucha confianza en vosotros… Y ahora, ¿podríais tener la amabilidad de hacer unos pasos hacia atrás? Necesitaremos espacio aquí delante. Un poco más por favor… La princesa Martha ha insistido en que no hay que inquietar la vaca… gracias, eso será bastante espacio.
“Bien, adelante los cuatro concursantes. A ver: dos… tres… ¿Quiere presentarse el cuarto concursante, por favor?… Me temo que si no se presente, será descalificado.” [Un gemido colectivo de la muchedumbre. Ya puedes imaginarte cuál de los concursantes faltaba, ¿no?]
“¡Vaya, vaya!” murmuró William. “Esto se pone…” Pero si alguien se hubiera fijado bien, habría visto un brillo en sus ojos. Nadie se fijo: todos estaban mirando en todas direcciones, buscando al concursante misterioso.
“Tendremos que empezar ya. Voy a contar hasta veinte. Si el cuarto concursante no se haya presentado antes, la prueba se decidirá entre los tres presentes…”
Estos tres aparecieron esperanzados [como también el rey]. Uno sostuvo en la mano un manojo de hierba, otro un par de manzanas, el tercero un manojo de zanahorias. Parece que los tres habían optado por la táctica del soborno.
William empezó a contar, pero muy despacio. Parecía como si no quisiera llegar a veinte… La muchedumbre se inquietaba más y más, los concursantes se mostraron más y más esperanzados, el rey más y más relajado…
Cuando William había llegado a trece, hubo un movimiento dentro de la muchedumbre y alguien empezó a abrirse camino hacia la tribuna. Un clamor tremendo se alzó. ¡¿Cómo habían sido capaces de no verle antes?! [Aquí está, nuestro campeón , el desconocido, con ese saco de siempre sobre el hombro.] Esta vez el saco parecía lleno de algún bulto de muchos cantos.
El rey hizo un gesto casi invisible y unos cuantos soldados se desplazaron hacia el personaje misterioso. Pero los pueblerinos se dieron cuenta y formó un muro protector entorno de él, enfrentándose con los soldados. Tomaban muy en serio el encargo de su princesa de asegurar el juego limpio. Los soldados miraron al rey que hizo otro movimiento casi invisible y esos se retiraron.
William sonrió. “Me alegra mucho que hayas venido,” dijo, causando otro clamor de los presentes. [Los otros concursantes se habían palidecido.] “Y ahora, ¡silencio, por favor! La juez está a punto de llegar.” Una risa fuerte colectiva, pero pronto se hizo silencio. “¡Haced camino para La Morena por favor!” un camino se formó y poco después una vaquera llevó La Morena hasta la tribuna. La Morena balanceó la cabeza de un lado al otro, mirando todos los concursantes. Los pueblerinos miraron como el nuevo desató la boca del saco y sacó de él… un cubo y un taburete de ordeñar. Si los pueblerinos no se hubieron controlado, otra risa fuerte se les habría escapado. Miraron como el recién llegado se sentó en el taburete y esperó, mientras los otros concursantes extendieron sus ofrendas tentativamente.
“Suelta La Morena ,” ordenó William y la vaquera soltó el collar de campanilla de la vaca.
La Morena miró dudosamente de un concursante a otro. Había pasado todo el día pastando, se había saciado de hierba fresca y jugosa, así que la oferta de uno de los concursantes de un manojo de hierba algo pasada no le tentó gran cosa. Lo que necesitaba era que le ordeñasen. Pero era muy parcial a las zanahorias… Quizás…
En este momento los presentes oyeron llamar la voz ¡de Alice ! ¡¿no iba eso en contra de las reglas?! ¡No habría que castigar a ella y al nuevo concursante? Pero las reglas estipulaban ‘nada de gritar y nada de espantar la vaca.' Pues, Alice no estaba gritando, y la vaca no estaba espantada. De hecho, se estaba tranquilizando por segundos. Y entonces la gente se dio cuenta que ¡la voz de Alice venía del nuevo! Baja y suave: “Ven, cariño… tú sabes lo que realmente quieres… Ven, mi corazón, mi Morena, mi majísima…”
La última gota de incertitud por parte de La Morena se evaporó. Se acercó tranquilamente a esta persona de confianza y se dejó ordeñar. La frente apoyada en el lado cálido de la vaca, la voz suave y tranquilizadora, casi cantando, y la leche siseando en el cubo…
Se puede pedir mucho de una muchedumbre, y de hecho las voces eran bajas, susurros. ¡Pero nadie habría sido capaz de callar de todo estos susurros! “¡¿Es Alice de verdad?! ¿Habrá vuelto?” “Yo oí que había huido del país, acusada de robo.” “¡No seas absurdo! Se fue a Markham, a buscar a Jeb. ¿Adónde si no?” “Vale, pero, ¿es ella? ¡Vaya! ¿Cómo puede ser…?”
El rey, sin embargo, sabía quién era: “¡Tenía que haberlo adivinado! Han sido unos cuantos años desde la última vez que le vi, y entonces no le hice más caso que lo estrictamente necesario. Quizás debiera haberle hecho más… Bueno, ha tenido tiempo para madurar, cultivarse una barba. Se le ha cambiado la voz también, me parece. Pero eso de imitar la voz de su madre le ha delatado. ¿Y qué se supone que debo hacer ahora ? ¿Anulo el concurso? No me gusta el aspecto de toda esta gentuza. Podría ser peligroso… ¡Pah! ¿Qué diferencia hace, a fin de cuentas? Si realmente creen que pueden solucionar los problemas de Markham con cubos y taburetes, ¡que tengan suerte!… Al menos me deshago de ella , la muy tramposa…” Se acercó a William de mala leche. “Tú sabías quién era desde el principio, ¿verdad?”
“Con perdón, Su Majestad: no desde el principio . Pero cuando alguien que me aprecia de verdad me llama ‘amigo mío' suelo prestar atención…”
“¡Le dejaste ganarte a calvitos a este chaval!”
William sonrió, muy divertido. “Utilizó una estrategia excelente, Su Majestad. Si me permite decirlo, fue una de las partidas más interesantes que he jugado en mi vida. Pero sí que es verdad que me estoy envejeciendo. Siento que mi rival se aprovechó de unas debilidades mías.”
El rey le miró con los ojos chispeando. “¡Que vayas al infierno tú también!”
William le hizo una reverencia. “Su Majestad.”
Cuando La Morena había sido ordeñada, el rey ya se había calmado, al menos lo aparentó. Mejor mostrarse el magnánimo. Si aquí alguien iba a hacer el ridículo, que sea ese trío de conspiradores. ¡No era de extrañar que Martha hubiera abandonado toda resistencia al concurso desde oír que se había presentado ese chaval!
El rey vio como el nuevo acabó de ordeñar la vaca y pasó el cubo lleno a la atendiendo vaquera. [“¡La cual le está haciendo un guiño ! ¡¿Cuántos están metidos en esta conspiración?! Bueno, otra que tendrá que marcharse.” (El hecho – que el rey todavía no sospechaba – era que la plantilla entera de la vaquería real se marcharía el día siguiente…)] La vaquera se llevó La Morena y el rey indicó al nuevo que subiera a la tribuna.
“Declaro ganador del concurso este, ejem, jovencito. Le concedo el reino nuevo de Markham y la mano de mi hija, la princesa Martha.” Entonces, en una voz más amarga y sarcástica: “Que sean felices juntos… ¿Cómo te llamabas, chico?”
“Me llamo Martha, padre.”
El rey le miró, atónito. Después de acabar de ordeñar, pero antes de aderezarse, “el recién llegado” se había quitado dos bultos de tela que habían servido de inflar sus mejillas, y había vuelto a tener la voz de su hija del rey. Ahora se estaba quitando la falsa barba y el falso bigote que se había creado de su cabello tajado.
La muchedumbre se dio muy rápido cuenta de lo que había sucedido. Si sus clamores anteriores habían incomodado al rey, el que se libró ahora le removió las tripas. Pasó mucho tiempo hasta que hubiera bastante silencio para que Martha volviera a hablar.
“Verás, padre, he ganado mi propia mano, y soy libre de hacer lo que me parezca. He dejado de ser tu problema. Puedo comprender que te podría incomodar hacer de anfitrión a este monarca de un país vecino – aunque te asegure que mi deseo es mantener las relaciones más cordiales posibles con vosotros – así que creo que voy a pasar la noche en la taberna del pueblo. Creo que se va a organizar una fiesta de despedida. Y mañana, a primera hora, nos pondremos en camino a nuestro nuevo hogar. Allá habrá mucho trabajo por hacer.”
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